
Abordar en media hora el tema que intitula mi ponencia es una osadía ingenua por no decir un despropósito, pues daría para unas Jornadas enteras por sí solo. Así que partiendo de la imposibilidad del propósito intentaré una aproximación básica a tan vasto tema apuntando esquemáticamente a un mínimo desplegamiento y ordenamiento de sus elementos.
Para ello sería preciso explicar algunos conceptos teóricos que hicieran inteligible la propuesta, pero dada mi experiencia previa en el Congreso de Málaga, donde tras mi ponencia sobre “El narcisismo del terapeuta” fui reconvenido públicamente por Miguel, el ingenioso maestro de ceremonias, que me dedicó aquel ocurrente “Javier Arenas, tío, no se te entiende nada”, me asaltan serias reservas al pensar en cosechar de nuevo similar reconocimiento. Aún así, y simplificando todo lo posible, me liaré la manta a la cabeza y correré el riesgo.
El título de marras comprende dos sintagmas bien explícitos: Uno, “la clínica psicoanalítica”, y dos, “los tiempos que corren”, ligados por una preposición, ‘en’, que los ubica. Empezaré por el segundo.
De “los tiempos que corren”, habría que decir que más que que corren, vuelan, dado el frenesí desquiciadamente acelerado de cambios que se llevan sucediendo. Cambios de todo tipo, desde el marco económico al tecnocientífico, el geopolítico, el ideológico y el individual. Configuran una verdadera y novedosa weltanschauung, y perdonen el palabro, pero le tengo cariño porque además de ser el que más se ajusta a lo que estamos hablando, tiene un pedigrí sonoro y filosófico imbatible. Es un término alemán que significa “forma de concebir el mundo y la vida”, también traducido como “cosmovisión”. Hay que decir que estos tiempos tan galopantes han sido designados con diversos nombres, desde la “modernidad líquida” de Bauman a la Hipermodernidad como la cita, entre otros, Recalcati o la Tardomodernidad del inevitable Byung Chul Han, pero el que se ha terminado imponiendo mayoritariamente es el de la posmodernidad.
¿Qué podemos decir de la posmodernidad? Pues teniendo en cuenta el amplio espectro de asuntos que abarca destacaré con Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés que acuñó el término, que la condición posmoderna deviene por la crisis y ocaso de los reguladores sociales y culturales de referencia, haciendo agua las instituciones básicas garantes de la tradición, desde la religión al modelo de familia, la escuela y la Universidad, o los sindicatos y la perspectiva de clases.
La caída del muro de Berlín como hito histórico en el umbral de los 90 viene a certificar el hundimiento soviético y el fracaso definitivo de la ideología comunista como adalid de la Revolución social y política que vertebró el convulso siglo XX. Otros movimientos ascendentes recogerán el testigo alternativo de la lucha por la justicia social cobrando especial protagonismo las reivindicaciones identitarias en campos tan polémicos como la raza o el género.
Pero la verdadera revolución va a ser la tecnológica. La llegada de Internet, la red de redes, va a dinamitar los cauces tradicionales de la información y la comunicación social a nivel universal. En un salto cuántico, lo local se vuelve global y el teléfono móvil,-el iphone o sus primos chinos-, se convierte en la primera pandemia del siglo XXI.
Por otra parte, los avances científicos en el campo de la denominada “reproducción asistida” también dinamitaron los cauces tradicionales de la procreación natural donde el encuentro heterosexual era condición sine qua non para concebir un embarazo y reproducirse la especie.
A su vez, la conquista legislativa que supuso la legalización del matrimonio homosexual fue un aldabonazo que abrió el espectro de los nuevos modelos familiares más allá de la familia tradicional, esa que ahora ha venido a llamarse ‘patriarcal’. Y con el patriarcado hemos topado mi querido Sancho. Y es un tema del que habría mucho que decir y no tenemos tiempo.
Transcribiré una de las múltiples definiciones que encontramos en internet que dice así: “En un sentido literal significa el gobierno del padre. Históricamente el término ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que formaban parte la esposa, los hijos, los esclavos y los bienes. La familia es, claro está, una de las instituciones básicas de este orden social”.
Obviamente no voy a entrar a destripar los diferentes estratos que se dan en un concepto tan fundamental y abigarrado como éste y con tantas perspectivas. Me ceñiré a remitirlo elípticamente al tema que nos ocupa. La figura del padre en el psicoanálisis. Y ahí toca distinguir la propuesta freudiana y la lacaniana.
Freud será recordado en la historia del conocimiento por su tesis sobre la dimensión inconsciente del psiquismo humano, y de la mano de tan trascendental concepto elaborará el marco en el que se constituyen las claves de la subjetividad, el conocido como complejo de Edipo, tan vituperado y malentendido en los tiempos que corren. Como forma parte ya del acervo colectivo, simplemente destacaré el papel interdictor del padre respecto a la relación fusional de la madre y el baby, que constituirá la ley del incesto, esa Ley simbólica universal que Levy Strauss designa como fundamento de la cultura y de la naturaleza humana en su texto ya clásico Las estructuras elementales del parentesco.
Será Lacan quien despliegue el concepto desglosando los llamados tiempos del Edipo, en los que no entraré, pero sí que apuntaré a que distingue dos semblantes del padre, el imaginario y el simbólico, con características bien diferentes y sus correspondientes y decisivas consecuencias, además de proponer un enfoque estructural que plantea el Edipo como una estructura dinámica cuyos elementos ocupan unos determinados lugares. Así que las figuras asignadas a los clásicos lugares establecidos por la familia tradicional, la madre y el padre, pueden ser sustituidas por “funciones”, de manera que la función madre o la función padre podrán ser sustentadas por cualquier persona que las detente, independientemente de su sexo o de su género, asunto éste fundamental para poder pensar la operatoria edípica en los nuevos modelos familiares.
Aclarado esto, si retomamos el hilo que veníamos desplegando respecto a “los tiempos que corren”, esos que venían a alinearse con la tan traída posmodernidad y su crisis de los valores y los referentes de la tradición, hay que decir que Lacan se anticipaba un par de décadas, cuando allá por 1969, en plena resaca sesentayochista, habló de la “evaporación del padre” a propósito de los movimientos estudiantiles que apelaban a la revolución libertaria al grito de eslóganes tan poéticos y subversivos como “Prohibido prohibir” y su contestación indesmayable a cualquier tipo de autoridad. Así que la cosa viene de lejos, aunque es en este último tramo histórico del cambio de siglo y por las circunstancias que apuntábamos antes, que su efecto de aceleración exponencial se hace sistémico, e, inevitablemente, todo ello va a reflejar sus efectos en el campo de la clínica. Así que toca ya abordar el primer sintagma de la ponencia que teníamos pendiente: la clínica psicoanalítica (en los tiempos que corren).
Antes que nada, hay que precisar que cuando hablamos de la clínica psicoanalítica nos referimos a un modo de pensar la clínica singular y bien distinto del enfoque de la psiquiatría hegemónica biologicista. Por más que Freud, discípulo aventajado de Brucke, eminente fisiólogo representante del ala dura del positivismo, empezó ejerciendo de neurólogo, conforme fue escuchando a sus histéricas, fue alejándose del microscopio y haciéndole sitio a la palabra, y de ahí a los entresijos del lenguaje y al relato singular de los acontecimientos de su vida. Ese cambio de foco, de la biología a la biografía, cambiará la forma de entender y abordar el malestar psíquico. Nada que ver pues con la psiquiatría oficial, esa, como dice Fernando Colina, “absorbida por una marea clasificadora que, con su aritmética taxonómica y su codificación abusiva, se desentiende del sentido y contenido de lo que le pasa a la gente”. El DSM, con sus casi 500 trastornos mentales tipificados, es su biblia laica y supuestamente científica, aunque, como denuncian muchos autores, más que hacer ciencia han caído en el cientificismo y de éste han hecho ideología, una ideología muy rentable por cierto para la todopoderosa industria farmacéutica. Pero obviamente tampoco podremos entrar en ese jardín, harto representativo de los tiempos que corren. Me centraré en los cambios acontecidos dentro del espectro clínico del propio psicoanálisis, contrastando la casuística de sus orígenes con la emergencia de nuevas tipologías surgidas en los últimos treinta o cuarenta años.
Si como planteaba Freud, “el síntoma es una transacción entre el impulso y la defensa”, es obvio que el síntoma va a estar condicionado por la modalidad de la defensa operante, y que ésta, a su vez, vendrá condicionada por las características de la época referida, es decir, por los ideales imperantes en un determinado contexto histórico, esa instancia simbólica que Lacan vendrá a designar como el Otro, entendido, entre otras cosas, como el código de valores que regulan la relación del sujeto con sus objetos de satisfacción. En los tiempos de Freud el Otro se caracterizaba por imponer el moralismo severo y represivo de la moral victoriana reinante, y por ello mismo señalará a la represión como la defensa característica de las neurosis, la modalidad estructural de la mayoría del personal, siendo el síntoma neurótico una realización encubierta del deseo inconsciente, y la Histeria y la Neurosis Obsesiva las dos variantes de las llamadas neuropsicosis de defensa.
Citaré a Elisabeth von R, un caso clínico de los primeros historiales freudianos, para ilustrar su dinámica. Se trata de una joven aquejada de una astasia-abasia que la impide caminar y que tras rastrear su historia Freud diagnosticará como una parálisis funcional simbólica que acontece tras la muerte de su hermana y en su funeral, contemplando al desconsolado cuñado, atravesarle fulgurante un pensamiento: “Ahora él ya está libre y puede hacerme su mujer”. Deseo proscrito e inaceptable para su conciencia que será reprimido y rechazado a su inconsciente y sucedido por el síntoma. Y desgranando los detalles del síntoma a nivel lingüístico, Freud desvelará que su parálisis funcional expresa la prohibición, somatizada mediante conversión, que le impide “dar ese paso” indigno. Y será la elucidación y verbalización de ese deseo inconsciente lo que hará desaparecer el síntoma. Así pues, el mecanismo patogénico se resumiría en: deseo moralmente inaceptable – represión del mismo al inconsciente – emergencia del síntoma simbólico. Hay que tener en cuenta que la tal represión del deseo indebido es una reedición metamorfoseada del conflicto edípico en donde la función paterna prohíbe el deseo incestuoso, que es reprimido al inconsciente, constituyendo la dinámica básica de la clínica neurótica.
Dicho esto, regresamos a la actualidad, es decir, a “los tiempos que corren”, para dejar constancia de una clínica que no responde a esa dinámica y que viene recibiendo diferentes nombres, desde los llamados “Nuevos Síntomas” como los denomina Miller, el yernísimo, a la “Clínica del Vacío” que propone mi admirado Mássimo Recalcati, y que nos deja por fin ante el tema que nos convoca. Y me remitiré a Recalcati y su texto homónimo, en el que nos presenta un abanico de cuadros donde cita de forma un tanto desordenada a la anorexia y la bulimia, las toxicomanías, los ataques de pánico, la depresión, el alcoholismo y las psicosis ordinarias, mencionando su vecindad con la clínica borderline y su dimensión narcisista. Este batiburrillo nosológico y fenoménico que ni la fiesta de Blas, lo va a oponer a la que él llama Clínica de la Falta, que en realidad sería otra forma de nombrar a la clínica del deseo que recién venimos de ver que teoriza Freud a propósito de Elisabeth von R, es decir, una clínica relativa al deseo inconsciente reprimido y al síntoma en su condición de formación metafórica sustitutiva.
Lo que caracterizaría a esta nueva clínica, a estos nuevos síntomas, es precisamente su ausencia de valor metafórico, es decir, su falta de valor simbólico, es decir, su falta de mensaje cifrado al Otro.
¿Y eso por qué?, sería la pregunta obligada. Y para responder a esa pregunta vendría toda la exposición que hicimos previamente sobre “los tiempos que corren”, esos que caracterizábamos como los del “ocaso del Padre” y su función simbólica. Porque el Otro contemporáneo ya no es el hipermoralista normativo de Freud. La cultura del esfuerzo y el sacrificio fue borrada del mapa por el neocapitalismo rampante que rechaza el límite, la falta y el deseo, pues apuesta de forma descarada y sin freno por el goce del exceso y del Todo Es Posible. En la amoralidad posmoderna la nueva religión es el hiperconsumismo urgente y su templo el megacentro comercial un viernes por la tarde o, más posmoderno todavía, el encanto irresistible de Amazon, que ni el genio de la lámpara, pues da igual lo que le pidas que te lo lleva a tu puerta, mañana no, ayer, y sin gastos de envío.
Así pues, la dimensión simbólica del Otro palidece y se transmuta en un Otro que promueve el goce ilimitado del objeto, descarriando al sujeto de la senda del deseo, esa que siempre está atravesada por el límite. Y este desleimiento del código del deseo es lo que le abre la puerta a esa creciente manifestación de la pulsión. Y, atención, pues como quien no quiere la cosa, acaba de aparecer la estrella de la función.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la pulsión? ¿Es lo mismo que el deseo? ¿Sí?, ¿No? Y en tal caso ¿qué les diferencia? Bueno, ya os anticipo que este asunto es un temazo que nos confronta directamente con el fenómeno del Bacalao. ¿El qué? El Bacalao, que es mi forma de referirme al malentendido conceptual que campa a sus anchas en el discurso psicoanalítico y que hoy por ti y mañana por mí, si te he visto no me acuerdo. A mí, personalmente, me dispara todas las alergias.
Así que toca aclarar y distinguir en lo posible estos dos conceptos fundamentales que con frecuencia se manejan como si fueran sinónimos sin serlo, y de esa guisa tenemos servido el lío. Pero elaborar esa diferencia conceptual como Dios manda precisaría de un tiempo del que no disponemos, luego, no queda otra que la ultra síntesis en modo Matrix.
Veamos: Freud, inicialmente, designó con el término deseo (en alemán ‘wunsch’) el anhelo o impulso psíquico hacia el objeto. Años después introduciría el término pulsión (en alemán ‘trieb’) que define como “concepto límite entre lo psíquico y lo somático”, para referirse al mentado impulso, pero incorporando con la nueva nominación la dimensión somática en juego. Será un deslizamiento sutil que con Lacan se radicaliza, quedando reservada para la pulsión la vertiente energética-afectiva-somática y restando para el deseo la dimensión psíquica, es decir, simbólica significante. Y añadirá que el destino energético de la pulsión será significantizarse y acceder a su condición de deseo. Hay que decir que, en términos de Lacan, el campo somático energético de la pulsión se correspondería con el registro de lo Real, y el campo significante del deseo con el registro Simbólico, pero este asunto de los registros mejor lo dejamos para la próxima reencarnación.
¿Y para qué nos sirve todo este chute en vena de teoría freudo lacaniana? Pues para poder comprender y situar nosológicamente todo ese campo clínico tan disperso y bizarro que veníamos a conocer como Nuevos Síntomas o Clínica del Vacío. Y con todo este farragoso bagaje conceptual que venimos de sintetizar, estamos en condiciones de intentarlo pues, con suerte y un poco de imaginación, ya estáis en condiciones de entender la diferencia que hay entre aquellos síntomas que afectan al cuerpo cargados de un sentido (recordad la parálisis funcional de Elisabeth von R) y que llamaremos semánticos, simbólicos o metafóricos y que se corresponden con la llamada clínica del deseo, y aquellos otros que en su somaticidad están por fuera del sentido y que componen una clínica que, frente a la inanidad nosológica de una etiqueta como ”los nuevos síntomas” o de alternativas más o menos crípticas del espectro lacaniano,-clínica de lo real, clínica del objeto @-, propuse designar por pura lógica y economía conceptual como clínica de la pulsión, pues atañe a las consecuencias resultantes de los trastornos acontecidos en el circuito libidinal en el que la pulsión, destinada tras significantizarse y psiquizarse a convertirse en deseo, puede sufrir distintos avatares que obturen dicha transcripción, viéndose abocada, al anegarse el cauce simbólico, a manifestarse por otros cauces no metafóricos que afectarán al cuerpo, dando distintas formas clínicas según que el trastorno curse:
-por la vía del afecto y tendremos la angustia como es el caso de la Agorafobia Vera o de la clínica del Trauma, también llamada clínica del pánico, característica del Trastorno por estrés postraumático.
-por la vía del dolor y tendremos la Fibromialgia
-en forma de lesión y tendremos el Fenómeno Psicosomático
-o por la vía de la conducta, es decir, la pulsión en forma de impulsión, también llamadas “prácticas de goce, y ahí nos encontramos las Adicciones, las Autolesiones y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (Obesidad, bulimia y Anorexia, aunque en propiedad en esta se jugaría la privación.
Y así ordenados, pese a su amplitud fenoménica, componen un campo clínico congruente y frecuentemente intersectado. Para ilustrarlo terminaré presentando una viñeta muy didáctica que nos ofrece la película Precious, la historia de una adolescente muy, pero que muy obesa, que además ha sufrido abusos sexuales por parte de sus padres desde muy chiquita hasta la actualidad en la que se halla embarazada de su segundo hijo fruto de la violación sistematizada de un padre drogadicto que ya no convive en la casa. Ella sí convive con una madre despótica que la usa y la abusa sistemáticamente sin que ella muestre ningún atisbo de rebeldía. En ese panorama tan traumático ella sólo encuentra refugio en un mundo privado de fantasías compensatorias, en una ingesta desmedida y, por fin, recientemente, en una academia educativa para casos “especiales”. Allí conocerá a la señorita Rain que con pasión y sabiduría la confrontará con el valor del límite y de la palabra y desde un acogimiento respetuoso le irá acompañando en un laborioso proceso de subjetivación. Tras sugerirle la conveniencia de que interrumpiera su embarazo, o, de llevarlo a término, darlo en adopción pues no podría atender adecuadamente a la criatura ni a sí misma, Precious se afirma en su deseo de llevarlo adelante pues, dice, “no hay nada mejor para un niño que estar con su madre”. Y con esa decisión, le da un sentido a su vida. Tras dar a luz y sufrir un violento episodio con su desquiciada madre, huye de la casa con su bebé. La película termina con una conversación con su madre meses después en presencia de una trabajadora social en la que por fin toma la palabra y le planta cara. Cierra con un “Nunca volverás a verme”. Y tomando a sus dos hijos, se va, pero ésta vez sin huir, dejándola atrás para siempre.
Así pues, podemos constatar que el síntoma cardinal de esta mujer, una obesidad mórbida, no es un síntoma metafórico, sino una respuesta pulsional desaforada, una hiperfagia compulsiva, como vía de conjugar la angustia resultante del traumatismo por abuso y maltrato crónico en un contexto, esos padres perversos, de absoluto desamparo simbólico. Será a través del encuentro con la maestra que la acoge, la reconoce y la instruye, es decir, que la nutre simbólicamente, que Clareece, pues así se llama la muchacha, se podrá encontrar a sí misma y su lugar en el mundo.
Aprovecharé para decir que este tipo de intervención que despliega la señorita Rain constituye lo que yo vengo a llamar una pedagogía del límite. Es decir, un trabajo centrado en la elucidación y adquisición del límite simbólico como herramienta brujular imprescindible para la adecuada constitución subjetiva. Pero ese sería otro cantar que hoy ya no podremos abordar. Me conformo con dejar bocetado esquemáticamente mi visión personal de la clínica psicoanalítica en los tiempos que corren, y confiar en que a alguno de los presentes le haya servido de algo soportar pacientemente mi sermón bienintencionado. Gracias por su atención.
Javier Arenas / Bilbao, Abril 23

“Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve…” cantaba Serrat en tardes como esta hace ya tantos años, cuando uno era un adolescente descubriendo el mundo a través de poemas y canciones que le ponían palabras a las cosas que iban componiendo la vida. A ese prodigio ahora le dicen performativo. Será.
Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve y una balada de otoño me llena de melancolía.
Serrat anda de gira despidiéndose de tanta gente que le hizo a su voz un sitio irrepetible en su banda sonora vital. Sabina va a su rebufo. Y al Aute bendito no le dio tiempo, porque la parca ladina le pilló por sorpresa con un maldito ictus.
Yo también ando despidiéndome del verano de la vida -criterios Paul Auster-, aunque con los tiempos líquidos que corren puedo demorarme remolón en ese desfase climático que nos regala este veroño tan caluroso y distópico y, enfundándome los levis y la chupa, cogerle de vez en cuando la moto a mi hijo y hacerme a la carretera.
Yo no tengo canciones ni acordes que compartir, pero antes de que se me sequen las mientes y la voz, o simplemente las ganas, tengo algunas cosas que contar. No me refiero a cuitas íntimas ni a batallitas de desván. Me refiero a cosas de la clínica que cultivo día a día con la pasión del jardinero fiel. No es ningún secreto que mi historia de amor con el psicoanálisis nació hace más de cuarenta años. El milagro es que cuarenta años después, cada día que acudo al encuentro de mis analizantes lo sigo viviendo como una aventura estimulante y novedosa. Me siento tan afortunado con mi oficio que repetiría sin dudarlo en mi próxima reencarnación. En fin, ya me vale de preámbulo y vayamos al tajo.
Pues resulta que cuarenta años dan para bastante. Escuchar mil historias y leerte mil libros te dan perspectiva y la perspectiva te permite mirar y oír de otra manera los paisajes y los relatos de siempre. Ahora que lo digo, se me ocurre que la tarea que desempeño día a día, al pie del cañón, pasa por ayudar a que la persona doliente que se confía a mi aprenda a cambiar de perspectiva, es decir, cambiar su posición, su mirada y su escucha.
También en relación a mi labor de docente podría decir que lo que intento transmitir es precisamente eso, cuáles son las claves necesarias para propiciar un cambio de perspectiva. Y en realidad, por más que sea una operación de alta complejidad, termina resultando una cuestión bastante elemental. Pero que eso no nos lleve a engaño. Transformar los elementos de base es un movimiento radicalmente contracorriente. Pues como advierte el proverbio, “genio y figura hasta la sepultura”. Y no seré yo quien le quite la razón al refranero, pero sí apostillaré una aclaración, “siempre y cuando uno no se embarque en un proceso de transformación personal”. Y eso ya es otro cantar. Porque embarcarse en ese viaje te cambia la vida, sí o sí. O si no, te han timado. Y es que debe quedar claro que ese viaje del que hablamos no lo oferta El Corte Inglés ni, mucho menos, cualquier alternativa low cost.
Al tajo pues. Hace año y medio que escribí el último post clínico. Se titulaba Brujuleando y versaba sobre el valor referencial del Límite a la hora de escuchar el relato del paciente y para ilustrarlo os presentaba el que vine a llamar el caso R. Para no repetirme, lo más aconsejable sería que os lo releyerais y refrescarais el enjundioso desarrollo que allí despliego. Hoy retomaré el caso para que mediante el relato extractado de tres sesiones ilustrar las cuestiones que vertebran la clínica del sujeto y su imbricación transformativa a través del fenómeno de la transferencia.
Primera Sesión
(Regresa de las vacaciones de verano. Prácticamente dos meses sin vernos. Desde Enero nos veíamos en régimen quincenal.)
“Las vacaciones han sido una locura. Te necesito a ti al lado físicamente para que me vayas dando toques. La he liado. He estado muy alterado. Cuando vengo aquí parece que no me haga falta, pero la verdad es que necesito que alguien me controle. Te he echado en falta realmente”.
¿Qué pasó?
“Estaba muy alterado. Me he sentido muy atacado, y eso me altera más. Estábamos en una comida con mi chica y mis cuñados y cuando hablaba yo todos estaban en mi contra. Yo no contaba. No aguanté y me levanté y me fui al trabajo a dormir. Tenía mucha rabia. Quería explotar, la verdad. Y no podía dormir. No podía parar de darle vueltas a la cabeza.
Ha sido un verano muy largo. Las vacaciones al principio bien, pero te cansas de no trabajar. He estado muy alterado. Mal con todo el mundo. Con mucha rabia y con ganas de pelearme con alguien.
¿Por qué crees que te sentías así?
“No lo sé. Sentía que me tomaban el pelo. Me he acordado mucho de ti. Tu toque. No me puedo controlar. Un día me vine a toda ostia por la carretera con la furgoneta. Ahora que lo pienso, fue una locura. ¡Madre mía! Me meto en la boca del lobo”.
¿A qué te refieres?
“Que me busco yo solo los problemas. Que no sé parar. Que la última palabra tiene que ser la mía…si no, ¡reviento!”.
Parece que el lobo eres tú.
“Sí, es así. Pero yo no soy malo. Yo no sé perder. Y todo lo vivo como un ataque. Pero tú me das un toque y me conectas. Es lo que me hace falta. Contigo estoy tranquilo. Me tienes que enseñar a hablar”.
¡Qué diferencia entre el toque y el ataque! Eso que tú llamas ‘toque’ y que te hace bien es lo que yo llamo el límite, el ‘buen límite’.
Y corto la sesión.
Segunda Sesión
“No sé qué decirte… … … siempre es lo mismo”.
Cada vez que hablas de ‘lo mismo’ aparece algo diferente.
“¡Es verdad!… Y a veces quiero decir una cosa y ¡me sale lo contrario! Aquí me he dado cuenta de muchas cosas… … … pero no consigo controlar.
Estoy en el trabajo haciendo un encargo muy grande y no voy a ganar casi porque no he pensado bien lo que me hacía falta al darle el presupuesto. Estoy en el “corre, corre” y por no pararme, salgo perdiendo siempre. Necesito el stop.
¿Y por qué no puedes parar? ¿Qué te urge?
“No lo sé. Todo es aquí y ahora. ¡Ya! Me dicen “Lo necesito lo antes posible” y es oír esa palabra y me vuelvo loco. No puedo estar quieto nunca. Cuando estoy en casa ¡me ahogo!. Tengo un banquito fuera, pero no puedo estar sentado tranquilamente…como los abuelos, y me gustaría ir tranquilo, sin estrés, pero ¡no puedo! Yo creo que esto me va a costar más que el vencer lo de mi familia, porque es mi forma de ser. Es cierto que me estoy dando cuenta de que antes no paraba. Vives y ya”.
Bueno, cuando bajas del pueblo a la consulta, en el coche ¿qué haces?
“Me pongo las noticias. Aunque últimamente también le pego vueltas a las sesiones…pero luego se me olvida.
Podrías probar cuando vienes a sesión a escuchar música en vez de las noticias y las cosas que pienses que te parezcan interesantes escribirlas en la libreta.
Stop.
Tercera Sesión
(Hay que decir que en el intervalo han ocurrido algunos incidentes. El día que le toca la cita no asiste ni avisa. Le escribo un mensaje: “¿Algún problema?”. No contesta. A la semana siguiente, digamos el día 20, me escribe: “¿Puedo llevar a la perra, es que la tengo operada?”. Le contesto: “Tocaba el 13. Nos vemos el 27”. No tengo respuesta. El 27 me escribe: “¿Puedo llevar a la perra o lo hacemos por Skype?”. Le digo que la tenemos por videoconferencia. Y a la hora de conectarnos me dice que no le va internet. Terminamos haciéndola telefónicamente. Y lo primero que le pregunto es:)
¿Qué ha pasado con tu perra?
(Y me contará muy consternado el dramático episodio que le aconteció precisamente aquel día 13 que le tocaba venir y no vino. Dando el paseo nocturno habitual con su perra por el campo de alrededor le tiró el típico palo para que lo buscara y se lo trajera y cuál fue su sorpresa que al poco la escuchó gimiendo lastimosamente y se la encontró tras un arbusto cubierta de sangre que le manaba de una herida abierta por una rama rota que le desgarró el abdomen. Tuvo que llevarla sin dilación y como alma que lleva el diablo en busca de ayuda al veterinario que milagrosamente, dice, consiguió salvarle la vida. Y que desde entonces apenas puede dormir por las noches a causa de los pensamientos con los que se tortura metódica e implacablemente pese a que la perra había salido del peligro y se recuperaba favorablemente).
“Gracias por preguntar”
Te recreas en ello
“Sí. Si no me recreo siento culpa. Mucha culpa. Y no me gusta …pero lo necesito. Como con la muerte de mi abuela, si no la recordaba era como dejarla de lado… Lo que se podía haber hecho y no hice…”
(Aquí procede aclarar que su abuela fue la persona a la que más quiso. La única que le cuidó y atendió con cariño en aquella infancia a la intemperie emocional de una madre abandónica enganchada a un yonqui. Cuando él tenía 20 años tuvo una embolia y fue ingresada en el hospital. Estuvo 48 horas sin ir a verla pese a que la abuela requirió su presencia. En vez de ello se iba de marcha a meterse de to y cuando los médicos decidieron intervenirla falleció en el transcurso de la operación. Nunca perdonó a los médicos que “la mataran” ni a su madre que no se opusiera a su ejecución).
¿Qué te reprochas con tu perra?
“Justamente le tiré el palo y si no se lo hubiese tirado no le hubiera pasado…La verdad es que no sé qué le pasó… y nada… … …fue mi culpa”.
En el caso de tu abuela hiciste mal al no ir a verla, no te sentiste capaz. Y te lo autorreprochas pero le pasaste la culpa de su muerte a los médicos y a tu madre, cuando nadie tuvo la culpa. Son cosas que lamentablemente pasan. Ahora con tu perra no hiciste nada mal. Fue un accidente. Son cosas distintas.
“… … … Sí, ahora lo veo… … …para mí eran lo mismo y no, no es lo mismo. Gracias por ayudarme a verlo y entenderlo”.
(Y ahí terminé la sesión)
Vale. ¿Y ahora qué? ¿Qué podemos sacar de estas tres viñetas de apariencia tan simple? Bueno, veamos. En primer lugar habría que preguntarse qué le pasa a este hombre. Él nos lo va a decir en la Primera Sesión (1ª S), tras las vacaciones de verano y dos meses sin verme “¡Qué locura!”, entendiendo como tal un estado de agitación y alteración que le hacía inviable un poder estar mínimamente sostenible en su relación con los demás. Como me dijo en su día, él prefiere, sin lugar a dudas, la compañía de los animales que la de los humanos. Una relación altamente conflictiva y descontrolada pues salta a la mínima en cuanto se siente fácilmente atacado, y tras los gritos de rigor suele optar por pirarse antes de liarse a ostias, que es de lo que realmente tiene ganas. El agravio es altamente volátil pues siempre quiere tener la última palabra y si no, revienta, dejando bien claro que no sabe perder y desde ahí, lógicamente, todo lo vive como un ataque. Con estas referencias parece obvio que le tiene alergia severa al límite y a todo lo que lo represente. Ese fue el tema clave del anterior post, donde yo intenté empezar a mostrarle la diferencia entre la barra y el barrote, es decir, a poder distinguir el límite-vara que reprime y oprime, del límite-barandilla que contiene y salva.
Creo que son estas nociones las que se vislumbran en sus repetidos comentarios sobre el anhelo de contar con mi presencia, una figura que le calma y le ‘conecta’ a través de mis “toques” -siempre verbales- frente al descontrol al que le abocan los decires-“ataques” del resto del personal. Es conmovedora y significativa su demanda final cuando me pide que le enseñe a hablar. No hay que olvidar que su frase de presentación al inicio del análisis hace tres años fue “Es que yo no sé hablar… bien”. Es un buen ejemplo para mostrar que la transferencia está bien instalada y operante. Una pica en Flandes, proverbial y necesaria, para poder ir desplegando todo el dispositivo simbólico que en este hombre brilla con fuerza por su ausencia. Pieza clave para poder generar las condiciones de una permeabilidad para el cambio.
En la segunda sesión se presenta con una apelación clásica, la intrusión inevitable del lomismo, ese veterano baluarte de la repetición, al que respondo sin contemplaciones con su némesis favorita, cual es, la repetición como puerta del cambio. Y entra solo y por la puerta grande, homenajeando a la conciencia y más allá, las mismísimas formaciones del inconsciente, vía lapsus linguae. De ahí dará paso a ese perseguidor anónimo que le acosa y le urge, cual conejo blanco de Alicia, y su infinito reclamo del “corre, corre” sin destino fijo. No puede parar, y en esa carrera interminable que le agita, anda siempre huyendo y perdido de sí mismo. Señalará al otro, en este caso el cliente, como causa de su afán, pero es pura cortina de humo que enmascara que la bicha que le acosa y le reclama, la lleva dentro y le habita, y no le da tregua ni para sentarse un ratito en el banquito. ¿Quién demonios es esa bicha que le instiga mientras se revuelve rabiosa en sus entrañas? Seguro que ya lo habréis adivinado. Efectivamente, era ella, la pulsión. Ese resto de real, dirá Lacan, que se escapa a lo simbólico y empuja.
Y sí, efectivamente, este muchacho machucho, es su presa y la padece de mil maneras, todas ellas, obviamente, compulsivas. Desde esa inquietud violenta que le sacude a destajo el cuerpo y el alma, a todas esas conductas perentorias que le desbocan, desfogan y raptan. Son las diversas adicciones que el mercado le oferta, sexo pornográfico compulsivo, drogas líquidas, sólidas o gaseosas y rock rabioso, por no decir punk destructivo, y ya, de paso cañaso, cacería con la manada a por guiris despistados a los que apalizar y robar con nocturnidad y alevosía. Hábitos de juventud que domesticó a la fuerza tras años de control policiaco de su pareja.
“Creo que me va a costar mucho cambiar” dirá. ¡Y tánto! “Es mi forma de ser” -construida en la jungla del extrarradio más salvaje y apache- “¿Tiene arreglo esto?”
Bueno, aquí estás tú. Ninguno de tus colegas llamó a mi puerta. Lo podemos intentar.
Y es desde ahí que le invito a la pausa que supone venir a verme, una parada intermitente en su fuga sin tregua. Un hablar en vez de actuar. Cambio de registro fundamental. Un lugar donde la actividad pasa por conjugar palabras que nombran la angustia, la apalabran. Y ya que estamos, ¿por qué no escribirlas en la libreta? Aquella ruta que desde la escuela quedó abortada.
¿Simbolizar? Sí, simbolizar. Es la operación alquímica que transforma la pulsión en deseo. Y ese, sí, es otro cantar.
La tercera sesión condensa el meollo de todo lo anterior. Es una vuelta de tuerca que desvela un nivel más profundo del malestar. Como os conté más arriba, ocurrió el accidente de su perra que le descarriló por completo. Los marcos simbólicos por excelencia, el espacio y el tiempo, se le trastabillan y no sabe en qué día vive, ni cuál es el lugar. Finalmente, pese a todas esas dificultades, consigue comunicar conmigo y aunque sea por teléfono, podemos hablar. No me preguntéis por qué, pero me salió preguntarle por su perra en primer lugar. Y ahora sé que fue la opción correcta, al punto de que él me lo agradeció explícitamente.
Hablar del tema permitió elucidar el circuito mortífero de la culpa que le tenía atrapado. El goce torturante sado maso en el que se regodeaba abducido e insomne. La traición de abandonar a su abuela en su trance final sin poder despedirse, le infecta de culpa el alma. Una culpa que se recrea en cada ocasión que la vida le da boleto y, contagiado cada vez, un Superyó obsceno y tirano le aplica la picana sin anestesia. Es importante tener esto en cuenta para poder releer el guión oficial de su malestar desde otra perspectiva, decíamos antes. Y ese es el quid de la cuestión. En su versión habitual, su relato describe a un otro maltratador, pero sobre todo abandónico. Con más precisión diríamos que el maltrato deviene directamente de su vivencia de abandono materno y su ausencia de padre. El que ocupó su lugar, «el hombre que vivía con mi madre», en palabras suyas, nunca ejerció esa función ni por asomo, pero sí de un tercero hostil que le arrebata la atención y los cuidados de ella, perdida y enganchada irremediablemente en su deriva yonky. Desde entonces le anida en el corazón una semilla de desconfianza y rencor que le contamina la sangre ante la perspectiva de cualquier relación. Sólo el vínculo con su abuela fue su tabla de salvación. Y cuando ella le necesitó, él la abandonó. Ese crimen exige un castigo sin redención. Como el De Niro de la Misión. Y así anda, penando su pena a cadena perpetua, por más que él se vende la cabra de la víctima inocente de un mundo traidor.
Sólo deslindar las confluencias, desmontar las coartadas y desbridar la confusión, permitirá asumir la responsabilidad de su cobardía y, penitencia mediante, perdonar y perdonarse, hacer el duelo y asumir la pérdida. Un largo proceso por delante, qué duda cabe, pero que gracias al vínculo reparador que la transferencia habilita, no es una utopía pensar en una pacificación razonable. ¿Y por qué la transferencia repara? Porque sólo a través de lo concreto de una experiencia vincular tan singular se van a poder retejer los lazos emocionales de una confianza básica tan maltrecha, posibilitando el dejarse ser en relación a un otro, un buen otro, o como decía aquél, suficientemente bueno.
Bueno, dejó de llover, y los chopos medio deshojados, los pardos tejados y los campos mojados, me dejan tarareando una extraña y desvaída sensación de boludo en otoño. Qué le vamos a hacer.

Otro Agosto tropical que desde su cumbre recalentada empieza a declinar. Heme aquí, en plena sierra, rodeado de verde pino y azul cielo y de un silencio solitario sólo interrumpido por el repicar intermitente de los cencerros en la lejanía y por el rumor del aire aleteando las hojas de los chopos gigantes y de los fresnos que a veces me dan sombra. Desde este rincón privilegiado de quietud y tiempo laxo me asomo por inercia al periódico y a las redes y me doy de bruces con el ruido y el odio empozoñándolo todo. Por ejemplo:
Hedi Matar, un joven libanés nacionalizado en los USA, intenta asesinar a cuchillazos a Salman Rushdie durante una conferencia, para cumplir la fetua con que Jomeini lo condenó a muerte hace 30 años por publicar Los versos satánicos, un texto sacrílego.
J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, sale en defensa del escritor anglo indio en twiter y un usuario la amenaza de muerte, “tú serás la siguiente”. La escritora pide amparo a la red pero la directiva lo desestima. Censurar un mensaje de odio sería la ruina de una industria que vive de él.
Sírvanos de muestra este cruce de noticias, pues en esta anécdota se condensa el maldito Zeitgeist, el espíritu de la época, que nos envilece el día a día. Bochornosos dilemas entre la libertad de expresión y el fanatismo radical pasados por el aro de la productividad de mercado. Súmesele un coro de voces infectadas de hiel y de odio a destajo que prende en un rosario interminable de réplicas hediondas y ya tenemos el incendio montado.
“Esa perra se lo tiene bien merecido. Es una TERF de mierda”. ¿Una qué? Una Feminista Radical Transgénero Excluyente. Glups. Ojito donde te metes. Porque abrir ese jardín aboca a uno de los frentes sociopolíticos más candentes, el conflicto que divide al feminismo de la cuarta ola entre la adhesión al movimiento LGTBIQA+ (Lesbianas, Gais, Trans, Bisexuales, Intersexuales, Queer, Asexuales y otros por designarse) y las que mantienen un posicionamiento crítico al respecto. Rawling es de estas últimas y le ha caído la del pulpo, que se dice ahora. Obviamente no entraré ahí, que uno está de vacaciones y no es plan. Pero sí que apuntaré una coincidencia curiosa. El energúmeno que condena a la Rowling a la hoguera se alinea con Jomeini en su castigo ejemplar. El fundamentalismo inquisitorial es el mismo. El espíritu religioso también. Una vez más, los extremeños se tocan. Lo más interesante es que ese guerrillero queer anónimo va a coincidir a su vez con el insigne Michel Foucault, alma mater y padre espiritual del discurso performativo que desarrolla Judith Butler, la gran teórica e ideóloga de la propuesta queer. Y se da la circunstancia de que allá por los últimos setenta, Foucault, el paladín del posestructuralismo y referente de las vanguardias revolucionarias postsesentayochistas apostó decididamente por la revolución islámica y por el carisma de su caudillo libertador de la tiranía del Sha de Persia, el ínclito ayatollá Jomeini, con su barba y su turbante incluidos. De todos es bien conocida la fiesta democrática que alumbró el triunfo del susodicho maromo y sus acólitos. Las mujeres en particular no saben todavía qué hacerse con su burka y con su burkini. Es lo que tiene el patriarcado teocrático y sus holligans.
Así que no perdamos la perspectiva. Todos nos podemos despistar pero, atentos, porque cualquier dogmatismo redentor, no importa el color de su bandera, es integrista.
Ojalá Salman salga adelante y, aunque tuerto y malherido, no les de el gusto a esa legión de intolerantes que apostaron y brindaron lúgubremente por su cabeza. Ojalá J K Rowling mantenga la suya fría y resiliente y no se deje abatir por esa chusma de haters que la tiene en el punto de mira, porque vienen con el viento de cola que empuja la tendencia y el aval del mercado en el bolsillo. Y, desde ahí, habrá que tener la mente lúcida y armarse de paciencia hasta que pase este tsunami que se nos viene encima y que antes o después nos alcanzará a todos, y hará que antes o después tengamos que mojarnos. Sí o sí. Nunca viene mal con la calor que hace. Buen fin de verano. Salud.

DE LA INCERTIDUMBRE
«Una gota puede saber todos los secretos del mar» nos susurraba quedo Jorge Drexler en uno de sus discos mozos. Es un secreto a voces (bajitas) que el trepidante ruido de lo urgente arrambla en su frenesí. Y lo vela. Por suerte, me digo, porque hay verdades profundas que siento patrimonios íntimos que me gusta compartir con el cuidado con el que se comparte una confidencia.
¿Pero qué sentido tiene hablar de intimidad y de confidencias cuando uno escribe en un espacio público como es la blogosfera? El mismo que avala a los poetas. Mmm… ¿Poesía, me dices? No sé yo… Sí, poesía te digo, y no finjas no saber, pues te lo tengo dicho y redicho que poesía eres tú. Vale, dejémoslo estar.
Apelar a la poesía no denota por mi parte ningún interés por ponerme lírico. Me guía más bien el propósito de rescatar de club tan selecto una herramienta que ayuda a afinar la aproximación a la cosa, cualquiera que ésta fuere. En este caso, y volviendo con Drexler, tratar de plantear cómo lo pequeño, la gota, contiene las claves de lo grande, el mar. O, llevándolo a mi terreno, plantear cómo poder encerrar en un simple post las infinitas cuestiones que el tema del Padre concita. Y se hace obvio que no es cuestión de número sino de esencia. Y de eso se trataría. De poder despejar de entre la multiplicidad de variables que atoran el campo, aquellas pocas que configuran el núcleo del asunto. Abordarlo pues, desde una perspectiva estructural. Ahí vamos.
Veníamos de la Madre Fálica, de la que dijimos que, más allá de sus máscaras, detentaba el protagonismo de ese primer tiempo del mosaico edípico que en familia conocemos como el Huevo. En ese huevo fusional dejamos suspendido al baby, atrapado en su condición de objeto-tapón-completante-de-la-madre que llamamos falo. Lugar bifaz donde el horror se viste de gloria, que ni la casita de chocolate. Y dijimos que zafarse de esa trampa fetal y fatal era misión improbable sin la presencia de un tercero al que llamaremos padre -de momento*-.
Pero, ¿de quién hablamos cuando hablamos del padre?
Pater incertum est, mater certissima fue nuestra despedida citando a los clásicos. «El padre, siempre incierto, nos salva de la letal certeza materna y nos abre la puerta de la bendita incertidumbre» fue nuestra conclusión. Pero, ya que estamos, ¿por qué la incertidumbre habría de ser bendita?
Con permiso de Heinserberg y sus derroteros cuánticos, que desconozco con conciencia, diré que la incertidumbre es uno de los nombres de la falta. Y de Jorge Wagensberg, un científico con querencias humanistas, citaré un aforismo con el que inicia uno de sus textos: «Pensar, es pensar la incertidumbre«. Se puede decir más alto y más largo, pero no mejor ni más breve. Seguro que a Lacan le hubiera encantado, aunque no lo hubiera firmado. Demasiado poco críptico para su gusto. Pero aún así, igual vale la pena desencriptarlo un poco para pillarle la enjundia. Me disculpen los lectores seguidores veteranos de este blog si les suena a repetido, pero prefiero arrostrar los bostezos del repaso que el emparre de los jeroglíficos.
Así que si como proponía unas líneas arriba, la incertidumbre es uno de los nombres de la falta, y sólo desde la falta es pensable el pensar, ejercicio simbólico por excelencia, es de cajón concluir que pensar es un transitar por lo incierto.
Ya dijimos en su día, parafraseando al poeta, que no había un camino pre escrito, que se hacía camino al hablar, que a fin de cuentas no es otra cosa que pensar en voz alta, golpe a golpe y verso a verso.
Y vivir, es transitar la incertidumbre, con mayor o menor fortuna. Y el mayor infortunio a ese respecto es verse abocado al carril de las certezas. Ya imagino a muchos pensando, «¿Pero qué me está contando este tío?» «¿Por qué le tiene esa manía a la certeza?» «¿Qué tiene de malo saberse la tabla del siete?» «¿Qué mosca cojonera le ha picado con la incertidumbre esa?» Menos poesía y más ciencia.
Comprendo su irritación. Ya es mucho rato divagando y dando vueltas sin llegar a ningún sitio ni sacar nada en claro que valga la pena. Algo así les ocurre a muchos analizantes sumidos en el extravío de un ir a la deriva sin un rumbo fijo y una meta incierta. Anhelantes de directrices, de consejos, de respuestas. Pero desde ya les digo: desconfíen de los atajos y de las recetas.
DEL PADRE FÁLICO
Entramos en el segundo tiempo, y decíamos que al irrumpir el padre resquebrajaba la verdad monolítica de la certeza materna. Es lo que tienen los monopolios. No hay lugar para la disidencia. No hay lugar para la diferencia. Y ser, es ser diferente.
Y es porque el padre aparece en escena que toda la escena cambia. No sin desgarros. Porque es preciso desgarrarse para desagarrarse. No es fácil soltar, soltarse. Porque soltar es perder, pero no hacerlo es perderse. Soltar y perder para poder ser. Perder ese lugar de objeto del goce del Otro para poder ser sujeto del deseo propio. No es un mal trueque. De objeto a sujeto y tiro porque me toca. Y entrar a jugar tu deseo es entrar a jugarte la vida. Y jugarte la vida es jugarla con riesgo, pues nadie te garantiza la victoria.
Aprender a ganar, como se puede ver, pasa por aprender a perder. Aprender a perder es un arte. Y no cualquiera. El arte de la derrota. Y la primera derrota es fundante. Dime cómo perdiste y te diré quién eres.
Esa primera derrota que el padre infringe es la derrota narcisista que nos derroca del trono fálico. En ese destronamiento no caemos solos. Es el Huevo entero el que se derrumba. La Reina Madre pierde el cetro y…Habemus Papam. Con todos ustedes: El Padre Fálico.
Hay que dejar claro desde el principio que el fulgor que irradia esa figura todopoderosa le viene otorgado por la mirada deseante de la madre. O por su palabra. Una palabra que le designa como portador de un valor que la madre reconoce y valida. Es esa mirada más allá de él, la que el baby va a registrar como indicio de que la madre está en falta, que algo le falta que él no le procura. Esa confrontación con la dimensión de la falta resquebraja el espejismo de completud que habitaba. Y es esa inscripción de la falta materna y de la propia la que será registrada como Castración Imaginaria en tanto que gira alrededor del pene que la madre no tiene y busca en el padre, portador del órgano investido como falo, atributo de la máxima valoración narcisista. Y en cuanto que lo posee aparece como completo.
Esa figura singular va a generar en el baby sentimientos de intensa ambivalencia, desde la admiración más fascinada a la envidia y rivalidad más enconada. Amor y odio, simultáneo y feroz. Y angustia. Y culpa. Y dolor. Y temor. Un cóctel conflictivo en el mejor de los casos. Traumático con cierta profusión. Y no es ése el destino peor. Desde su pedestal dicta la ley de la que es amo. Es el primer dictador. Detenta un lugar muy codiciado. Con su estatus sostiene el binomio fálico-castrado. Amo-esclavo. Binomio que recorre la historia de la humanidad. ‘Ser califa en el lugar del califa’ era el mantra monocorde del gran visir Iznogood, el de las Mil y una Noches. Y es que en el silencio de la noche muchos sueñan con ser él. Y puede incluso que si afinas el oído atentamente alcances a percibir el rumor ahogado y siniestro de un afilar de cuchillos. La pesadilla está servida. Continuará.
DEL PADRE SIMBÓLICO
Pero un día descubres que tu padre tiene un jefe que le manda, o que le para la poli por exceso de velocidad, que tiene que hacer cola en la panadería, pasar la ITV cuando toca o que se pone enfermo como todos los demás. Sí, es la autoridad de la casa, pero ya no es el amo de la ley sino su representante. Que la hace valer pero que está sujeto a ella. Que hay sherifs y sherifs. Y que él no es John Wayne derribando la puerta donde se esconden los malhechores sino más bien James Stewart solicitando una orden judicial. Sí, sabes que no fue él quien mató a Liberty Valance, que no bebe whisky ni se va de putas, y le quieres igual, si no más. O no.
Porque en este tercer tiempo que él preside bajo el título de Padre Simbólico o Padre de la Ley, se constata que no hay nadie exento de ella, Ley Simbólica universal que regula cualquier comunidad social, ley que prohíbe el incesto, confirmarán los antropólogos, ley edípica, designará Freud, ley del ‘no todo’ dirá Lacan. Ley que introduce el límite, la falta, falta que nos despega de la Cosa y nos permite hablar. Hablar la lengua común, un discurso que hace lazo social. Y a esta falta que nos cercena y que nos circunda, que marca y sella nuestro pasar por el aro de la palabra no plena, la conocemos como Castración Simbólica en palabras de Lacan. Y es nuestro más preciado pasaporte para circular sin demasiados problemas por los laberintos de la vida, tormentas del desierto, y Babelias sin marcha atrás.
¿Y ya está? ¿Colorín colorado y este cuento se ha acabado? Me temo que no. Quien quiera puede ir a darse una vuelta, o simplemente dejarlo estar. Pero noto en mis adentros que algo todavía se mueve y empuja. Y es que esto de escribir es ciertamente un parto, pero sin ecografía previa, ni oxitocina, ni epidural. Contracciones creativas a pelo. Las noto. Ahí vienen. Ahí va.
UNA HISTORIA DEL BRONX
¡Qué hermosa película se marcó el Robert de Niro para estrenarse tras las cámaras! Se nota que la llevaba en la sangre, como su amigo y paisano Scorsese en Uno de los nuestros, películas de mafiosos italoamericanos que recrean una poética de la violencia en la estela de los Corleone, que no de los Soprano, ¡ay! Pero ése es solo el marco y no es de lo que me interesaba hablar en este momento, aunque si no la han visto paren aquí mismo de leer estas líneas y vayan a pillarla sin demora, porque más allá de los spoilers, hay cosas, y ésta es una de ellas, que hay que hacer desde la inocencia. Vayan y vean la sonrisa de Jane mirándote irresistible con fondo de du-du-aa y luego me cuentan.
A lo que íbamos. Precioso ejemplo para ilustrar lo que hemos venido desarrollando. Las distintas caras de la paternidad en su salsa. Hay un chaval, Calógero, que acompaña a menudo a su padre, Robert de Niro, al volante de un autobús municipal. Charlan amigablemente de cosas de la vida cotidiana y apasionadamente de béisbol. Son fans acérrimos de los New York Yankees, el equipo sito en su barrio, el Bronx, y el padre le examina sobre los detalles más nimios y sobre sus hitos. Calógero, siempre con la gorra de su equipo calada, se sabe bien la lección. Pero cuando se baja del bus le esperan las calles de su barrio, un par de coleguillas con los que hacer gamberradas y sobre todo dejar pasar las horas muertas sentados en su soportal mientras no le quita ojo a un gánster que dirige el bar de al lado y que se llama Sonny (un Chazz Palminteri perfecto), al que admira e imita en sus mínimos gestos, pero del que dice, «Él nunca se ha fijado en mí , no sabe ni que existo».
Un incidente sorpresa precipita los acontecimientos. En un choque de coches y la consiguiente pelea por un aparcamiento, uno de los conductores agrede violentamente con un bate de béisbol al otro, e inesperadamente Sonny le larga dos tiros en la cabeza. El chaval, pasmado, lo ve todo. Se congela el tiempo en el silencio, y entonces Él le mira, sus miradas por primera vez se cruzan, se produce un encuentro mudo, tenso, intenso, y ese encuentro va a cambiar su vida. Poco después la policía le requiere como testigo para una ronda de identificación de sospechosos. Alineados contra la pared observa y descarta a cada uno hasta que le llega el turno al asesino. Hay un juego de miradas a tres, porque está también presente su padre, al que tantea con seriedad inquisitiva. Es un instante crítico. Decisivo. Del que sale diciéndole al inspector, «no, no es él». Esa declaración va a sellar un vínculo. A solas con su padre en casa le preguntará, «¿Lo hice bien papá? ¡No me chivé! ¡Cómo tú siempre me dices, no hay que ser un chivato! ¿Lo hice bien, verdad?» De Niro le responde:» Sí, hijo, sí. Hiciste bien. Has hecho algo bueno con la persona mala»
«No entiendo, papá»»Bueno, no te preocupes, cuando seas mayor lo entenderás».
A partir de ahí el gánster agradecido le ofrece al conductor de autobuses la posibilidad de ganarse un buen dinero fácil participando en apuestas ilegales. Él rechaza la oferta. Es interesante la conversación con la mujer cuando le cuenta lo sucedido y cómo ella asiente a su decisión no sin cierta contrariedad, «pero si es sólo dinero, Marcello, y ¡todo el mundo lo hace!» «No, no quiero nada de ellos, ya sabes que ir por ese camino no lleva a nada bueno»
Pero es por ese camino por el que se va a adentrar su hijo, y una situación semejante se repetirá tiempo después cuando le descubran un fajo de seiscientos dólares que ha reunido a escondidas, él sí participando en apuestas. El padre se decide a devolverlos y la madre se resiste.
Es importante este dato, apenas una pincelada, pero suficientemente elocuente en lo que a la posición gozosa de la madre se refiere y al valor fálico que el dinero cobra, objetivo a conseguir sea cual sea la vía, y no importa a qué precio, aunque conlleve como es el caso, la corrupción del hijo. Así que ese hijo se encuentra con Sonny, ese otro padre poderoso y con dinero, al margen de la ley, que como le dirá al cura al confesarse su pecado, «el jefe allá arriba será Dios, pero en mi barrio es mi amigo» a lo que el cura se aviene con tres avemarías y dos padres nuestros.
Así pues C, como lo bautiza su nuevo y todopoderoso amigo, se encuentra en un dilema donde las cartas están marcadas. Yo aún diría más. No hay color. Donde se ponga el fulgor del Falo Imaginario, representante de la completud, lo tiene crudo el Falo Simbólico, representante de la falta, aquí y en Sebastopol.
Se lo va a escupir a la cara en una de las escenas clave de la película, la de la discusión en la cocina, cuando tras un comentario despectivo hacia los abuelos inmigrantes, De Niro se enerva y muy enfadado le dice: «No te consiento que les faltes al respeto a tus abuelos, ellos hicieron todo lo posible para darme una vida mejor, como yo he intentado contigo, de forma honrada, darte una vida mejor»»¿Una vida mejor??? ¡No tenemos coche! ¡No tenemos dinero! ¡No tenemos nada!¡Y tú no eres más que un pobre conductor de autobús!» Y con un portazo desaparece, dejando al padre plantado y de una pieza, sólo, con sus gastadas lecciones morales y su ética contracorriente.
¿Qué podemos decir de esta lección de vida en forma de ostia a bocajarro, Robert? ¡Tanto esfuerzo para esto!. ¿Valió la pena tanta honestidad, tanta renuncia, tanto empeño?¿Tiene algún sentido ser fiel a unos principios, no traicionar uno sus valores éticos? ¿Acaso no serán más que pamplinas de viejo?
No voy a destripar el final de la trama, no viene al caso. Sólo me interesaba presentar cómo se juegan las distintas caras del padre, o, como aparece en la película, los distintos padres formulados en los tiempos del Edipo. Queda claro que no son tiempos etapistas, logrados, saldados y estancos. Que están sometidos a un permanente tironeo conflictivo y dinámico. Y que no, no hay vacuna ni antídoto que nos exima de ese pulso perpetuo, en el que no siempre, por supuesto, ganan los buenos.
¿Qué hacer con esto? Depende. Es tarea de cada uno mirárselo.
Un análisis precisamente versa en despejar y clarificar los distintos modos en que declinamos al padre. Declinar al padre es conjugarlo. Conjugar bien al padre es la mejor manera para aprender a manejarse con la gramática de la vida. Porque, porque el padre hace metáfora, dejamos atrás el nido de la tarántula. Y no es poesía.
Y esto vale para todos, sean de letras o de ciencias, efepé o aprendiz de ganster.
Uno no elige las cartas que le sirven, pero sí cómo las juega.
En Mamouna, despidiendo a Noviembre del 15
*(Decimos «de momento» porque corren tiempos epistemológicamente revueltos donde el paradigma edípico freudiano hace crisis y reclama urgentemente una revisión profunda del tema, revisión y reformulación que se imponen a la luz de los cambios sociales y culturales que vienen sucediendo con un empuje galopante. Octubre del 21)

De sus caras
En Enero del 82, licenciado en medicina y con «la blanca» y el petate recién liquidados, asistí a mi primera clase de mi formación en psicoanálisis, la primera piedra de un edificio que está en plena construcción 33 años después. La cosa es que la tal primera piedra fue, como marcan los cánones, en la frente.
Se daba la circunstancia de que el Seminario (sí, así de solemne se denomina esta enseñanza) había comenzado en Octubre, a razón de una sesión al mes. Me incorporé pues un trimestre tarde, acogido en un gesto de deferencia por mis deberes patrios.
Debíamos ser una docena larga de alumnos sentados en círculo alrededor de un profesor argentino que nos impartía una lección en un lenguaje extraño que muchos años después pude bautizar como lacanés. La peña tomaba apuntes a destajo. Yo no. No entendía nada. Lo atribuí al retraso de mi incorporación. En un momento preciso y sin saber bien por qué, me animé a preguntar por un concepto enigmático que pillé al vuelo en el revolutum de aquella jerga filistea.
Lo recuerdo perfectamente. Fue una pregunta directa, sin preámbulos. A bocajarro: «¿Qué es la madre fálica?», cortando en seco aquella perorata interminable de acento porteño.
Un silencio perplejo sucedió a mi inopinada intervención. ¡Cielos! ¿Qué había mentado? Repuesto de la sorpresa el oficiante me dio una respuesta que a mí me sonó a logaritmo chino. Insistí. Él también. En vano. Al tercer intento zanjó la cuestión con un «Mejor te lo estudias». Fue una revelación. Cumplí al pie de la letra su indicación. No volví por allí y desde entonces no he dejado de estudiar. Tuve la fortuna de encontrar un maestro, argentino también, pero éste hablaba español, y me enseñó, entre otras cosas, que el psicoanálisis no era ni iglesia ni religión. Y ahí vamos. (Bueno, él ya se fue, pero en mi soledad, va conmigo)
Está claro que aquella pregunta marcó mi destino, y hoy, con la perspectiva de tantos años transcurridos, alucino con mi bisoña puntería resonante. Porque esa pregunta no es cualquier pregunta, esa pregunta es realmente la madre del cordero.
Así que, en acrobático looping, retomemos: ¿Qué o quién demonios es la tal Madre Fálica?
Situémonos. En 1923, Freud, en plena onda expansiva de la bomba teórica que supuso su Más allá del principio del placer y la irrupción de la pulsión de muerte, publica La organización genital infantil en la que propone la existencia de una nueva etapa en la escala libidinal, la fase fálica, que la va a incluir entre la fase anal y la genital, y se caracterizaría por la así llamada premisa fálica, consistente en la creencia infantil de la universalidad del pene, es decir, aquella que considera que todos tienen pilila, y quien todavía no, ya le crecerá. En este planteamiento Freud no distingue entre pene y falo, y usa esos términos como sinónimos. Va a ser Lacan quien sí los distinga, refiriéndose con pene al órgano anatómico y reservando falo para su representación, connotada ésta de un determinado valor. Ya lo vamos a ver.
La idea fuerte que sustenta la premisa universal y su «todos tienen pene», es que «a nadie le falte» y en ese «nadie» la implicada estelar es la madre. Es decir, es una teoría que viene a recusar la llamada por Freud castración materna, erigiendo como ingenioso recurso pantalla su figura antitética, la, por fin ante todos ustedes, increíble y fantástica Madre Fálica, ‘la que tiene de to y no le falta de na‘.
Pero la pantalla pierde su función cuando se acaba la película y se encienden las luces, aunque mejor sería aquí invertir el orden. Es porque se enciende la luz que se acaba la película. Porque es, antes o después, la fuerza de la evidencia la que se impone y derroca en su impostura a la mami superstar. Así que va a ser que mamá no tiene pito, y que el pito lo tiene papá.
Este es el enfoque freudiano que, como en otras ocasiones, a día de hoy nos resulta un tanto rústico en su primitivismo fenoménico.
Hay que decir en favor de la madre de turno que en realidad no le falta pito alguno, de la misma manera que no le falta ningún útero a papá. Es pues una falta imaginaria, como imaginaria era su supuesta completud. Espejismos de totalidad que velan sí, una falta más esencial que diremos simbólica. Estas dos modalidades de la representación, la imaginaria y la simbólica, son un aporte genuinamente lacaniano, imprescindible para entender la estratificación edípica y sus tiempos (Cfr. el post Por el camino de Hitchcock II)
Es desde ahí que podemos dar el salto de la-madre-con-pene freudiana a la madre fálica lacaniana, agente primordial del primer tiempo, al que para andar por casa y en zapatillas nos referiremos como el Huevo.
¿Y qué decir del Huevo sin repetirme demasiado?
Estadío mítico monodual donde el padre no consta en acta y no existe el límite como referencia, propiciando un estado de supuesta completud entre la madre y el hijo, de una supuesta fusión que es confusión, un alucinado mezclaíto de gloria y crujir de dientes. En ese pack tan religado la madre aparece como total en tanto que el baby la totaliza, fálica en tanto que el baby es su falo.
Y ahí toca enlazar con el planteamiento que hace Freud respecto a cómo se juega en la niña el llamado «Complejo de castración». Ya saben, nos toca vernos las caras con el tan polémico y denostado concepto de…¡la envidia de pene! ( pennisneid) síííí, tambaleándose desnortado en este galopante siglo XXI, revuelto y convulso, sacudido por las erupciones mituense y LGTBIQ que habrá que atender y repensar urgentemente, quede constancia.
La tesis plantea que ante la frustración que le supone asumir verse privada de ese signo de estatus que da el pene y que la madre busca en el padre, el camino habitual le lleva a envidiar su posesión (¡Cuántos sueños de analizantes lo testifican encontrándose para su sorpresa con «eso» brotado entre sus piernas!) Ante lo imposible de su anhelo, se producirá una mutación prodigiosa que Freud va a llamar la ecuación simbólica, donde pene = hijo, y mediante la cual la envidia del pene vendrá a ser sustituida por el deseo de un hijo, en dos tiempos, primero del padre (núcleo del fantasma histérico) y al que también habrá de renunciar, para darle paso, en un segundo tiempo, a un deseo postergado de tener un hijo con otro hombre.
¡Qué fuerte que es Freud! Habrá que no perder de vista que estos planteamientos que a día de hoy -en los tiempos del poliamor y el binarismo obsolescente en la picota- suenan jurásicos, en un día ya muy lejano fueron destello genial de una mente realmente brillante. Sí, ya sé que los popes de la cruzada neurobiológica terminaron metiéndolo en el saco basura de las «Pseudociencias», revuelto con la astrología y la quiromancia, y que les adalides de la disidencia posmoderna lo condenaron a la hoguera del heteropatriarcado normativizante, pero como dijo aquel otro, ¡eppur si muove!
Seguimos.
Es preciso este recorrido en apretada síntesis de conceptos bien complejos para intentar responder con rigor y fundamento a aquella pregunta que desde su densidad nos interroga. Articular el Edipo freudiano y el lacaniano no es tarea tan simple si uno pretende ir más allá de los estándars. Pero a poco que uno se pare a pensarlo caerá en la cuenta de que bajo las siglas de la MF cohabitan dos caras.
Digamos que hasta ahora hemos visto la cosa desde la perspectiva del infantil sujeto, es decir, desde su creencia. Nos sirve para lo que nos toca, verlo desde el lado de la madre.
Así pues, cuando esa niñita que ha postergado su anhelo jugando a las muñecas crece y empieza a jugar a otras cosas más piripitosas, antes o después, cada vez más después que antes, y ya muchas a contrarreloj, en su particular carrera contra el «reloj biológico» que las apremia inexorablemente, llega un día en que queda embarazada.
Y ahí empieza otra historia. Aunque visto lo visto, sería más pertinente decir que empieza un capítulo nuevo y decisivo de la vieja historia. Lo que me interesa destacar es precisamente la continuidad diacrónica entre aquella inicial envidia infantil, transmutada en deseo de maternidad, largamente postergado, y por fin, ya, cumplido.
Y esa premamá irá viviendo en su cuerpo el milagro de sentir crecer en sus carnes otra carne llena de vida que empuja, protuye y se hace panza. Y cuando ella se familiariza con el prodigio cotidiano de su panza, más allá de los vómitos y las náuseas, se siente sorprendentemente feliz, segura, ‘completa’. Es tiempo de disfrutar de la fisicidad incontestable del anhelo encarnado, de soñar y de saborear el sueño.
Y un día (o una noche, nunca se sabe) llega el ansiado y también temido parto. Y cuando el amnios se rompe y el cordón se corta, algo más se rompe y corta, y pueden pasar muchas cosas y muy diferentes, entre ellas, una clínicamente muy típica bautizada como depresión post parto, consecuencia consecuente del abrupto aterrizaje forzoso, cuando no ostia de categoría, resultado de pincharse el globo y estamparte de bruces con la realidad.
Pero el Imaginario, como en los dibujos animados, se recompone rápido. Y a partir de ahí la película se va a jugar en vivo y en directo con ese cachorrito indefenso y demandante que a golpe de leche y de caca, de llantos y de nanas, de besos, caricias y palabras va a ir configurándose a nuestra imagen y semejanza. En parte, sólo en parte, pues siempre hay algo que se nos escapa. Por suerte. Para su bien y el nuestro. ¡Viva la biodiversidad!
Pero hay mamás muy apegadas a su baby, muy mucho, al punto que así lo sienten, como si fuera una parte suya. ¿Les suena? Una parte, extensión de sí, que las completa, ¿les sigue sonando? Que no hay límite que valga, ni se le espera. Que no se suelta ni te suelta. Que no querías caldo, toma dos tazas. Que madre no hay más que una, y que la mano que gobierna el mundo, nunca lo olvides, es la mano que mece la cuna…Ya saben. Madre fálica le llaman y es la que andábamos buscando.
De manera que tendremos que distinguir la Madre Fálica del primer tiempo del Edipo, vista de la perspectiva del baby, es decir, fase de pasaje estructural en la escala edípica que antecede al padre del segundo tiempo o Padre Fálico, que viene a destronarla en lo que constituirá la Castración Imaginaria. Y la madre fálica, (convendré en escribirla con minúscula), como aquella mujer que detenta en su maternidad esa posición fálica, es decir, totalizante, que ubica al hijo en posición de falo, y como tal, le coarta su subjetividad, dando lugar a diversas formas de estrago, siendo la más grave de ellas la posición psicótica.
Resumiendo, una que será figura de pasaje estructuralmente necesaria, y otra, que en su contingencia, será el resultado y causa de una fijación.
De sus máscaras
Y es esta figura terrible y fascinante la que se presenta ante nosotros bajo las formas más variopintas que pueda uno imaginarse, embozada en todo tipo de disfraz del más variado pelaje.
¿Quién sinó la MF alienta las monstruosas arañas gigantes que Louise Burgoise ha sembrado a la vera de algunos de los más respetables museos de la modernidad?
Pero más peligrosa resulta investida de luchadora militante de una Causa, como Aurora Rodríguez, feminista de pro, que en los agitados años de la segunda República, antes del amanecer de un día de Julio, asesinó fríamente en el lecho a su hija Hildegart, de 18 años, disparándole cuatro tiros mientras dormía.
Es un suceso bien conocido que llevó al cine Fernando Fernán Gómez (Mi hija Hildegart 1977). La película relata la historia de Aurora Rodríguez, una gallega singular y avanzada a su tiempo que con un plan perfectamente diseñado decide engendrar a la hembra perfecta en provecho de la causa liberadora de la mujer. La llamará Hildegart y hará de ella una niña prodigio que a los 14 años ingresa en la Universidad. Con 18 años es una celebridad en los ambientes intelectuales y revolucionarios, defensora de las nuevas doctrinas sexuales, debatirá con importantes figuras de la época, llegando a cartearse con Freud. Pero en su evolución intenta apartarse del control omnipresente de su madre, atreviéndose incluso a enamorarse de un hombre y proyectar viajar a América. Es demasiada autonomía para su creadora, que cual si de una herramienta defectuosa se tratara, decide acabar con ella. Lo hace, y como quien ve llover, se entrega a la justicia. Después de ser juzgada y condenada por asesinato, un tribunal de apelación la declara paranoíca y es ingresada en un manicomio hasta el resto de sus días.
Hay que subrayar que la MF no precisa mostrarse poderosa o con tronío. También la encontramos en su envés. Sin irnos más lejos, nos asomaremos a Despertares, la peli sobre el texto de Sacks que comentamos en el último post.
¿Recuerdan a la madre de Leonard? Aquella pobre ancianita que consume su vida haciéndose cargo de su hijo severamente discapacitado. Cada día acude sin falta al hospital para darle de comer, cambiarlo y cualquier otro menester. Es la muestra de una dedicación abnegada y ejemplar. Eso que sólo es capaz de hacer una madre. Admirable.
Pero llega el Dr. Sayer y con su capacidad de observación y su perseverancia consigue despertar a su hijo de un letargo de décadas. Y una vez despierto, tras una vida secuestrada, quiere volar. ¿Cuál es la respuesta de su amorosa madre?
«¿Chicas? ¡nunca ha necesitado chicas! Me ha dicho que me tome ¡unas vacaciones! Pero no puedo dejarle solo en este hospital. ¡Sin mí se moriría!»
Da que pensar. ¿Quién se moriría sin quién? Parece bastante obvio que ese consagrar su vida a cuidar de su hijo es lo que le da sentido, y que sin él al que cuidar, tendría que enfrentarse a sí misma y a su vacío.
Es duro verlo así, pero es lo que hay, y hay que verlo.
Fundida a su hijo enfermo llena su existencia.
Hijo-falo, tapón de su falta.
¡Ay de mi sin mi falo! rezará su epitafio.
O directamente, sin ambages, como rezaba aquella otra película:
«No sin mi hijo!»
Mantra a tropel.
Y en nombre de ese mantra radical se cometen las mayores tropelías.
La clínica solo es un espejo de ellas. No es el único.
En la mili, muchos años antes de la moda maorí que nos invade, descubrí sorprendido un tatuaje que se repetía monocorde en los brazos de algunos de aquellos aguerridos soldados preparados para la muerte, AMOR DE MADRE.
Kortatu, la banda vasca pionera del ská, clamaban desafiantes por aquellas fechas aquello de:
«Mi madre, la única mujer que he amado»
Llevo tatuado, en mi cabeza rapada!
Digámoslo otra vez. Hay amores que matan.
La araña gigante del Guggenheim responde al título de Maman. Bajo su abdomen le cuelga un saquito lleno de huevos suspendidos en el vacío. Atrapados en un espacio de nadie.
Salir de esa pegajosa celda es cuestión de vida o muerte.
No es fácil, si no imposible, hacerlo solo. Es preciso la presencia de un padre, aunque sea remoto.
Pater incertum est, mater certissima decían los clásicos.
El padre, siempre incierto, nos libra de la letal certeza materna y nos abre las puertas de la bendita incertidumbre. Esa es su función.
Y le convocamos para una próxima ocasión.

Me preguntan de vez en cuando por qué hablo de la brújula o del enfoque brujular. Quien haya tenido ocasión de embarcarse en alguno de mis cursos o el valor de aventurarse a leer mi libro –Manual de psicoanálisis para terapeutas- seguro que sabría qué responder, pues en ambas travesías me despacho largo y tendido sobre el asunto, pero más allá de tan abnegada marinería que cruzó la mar océana conmigo, hay un buen puñado de followers y de curiosos que no tienen, lógicamente, ni remota idea. Y pensando en ellos/vosotros, he concluido que estaría bien ofrecer una somera aproximación al tema, siempre con una perspectiva operativa, pues debe quedar claro que la brújula es una herramienta eminentemente clínica y por tanto destinada a la gente del oficio, es decir, los terapeutas.
Y los terapeutas que os asomáis a este blog zapatillero obviamente fuisteis alguna vez picoteados en mayor o menor medida por el significante psicoanalítico y algo de su veneno circula ya insidioso por vuestras venas. Así que doy por descontado que ya estáis familiarizados con sus conceptos fundamentales, esos que durante años hemos ido desgranando a lo largo de este sinuoso rosario de posts en zapatillas, desde el Edipo y sus tiempos hasta la dimensión lingüística del inconsciente, pasando por el narcisismo, el masoquismo, la resonancia significante o la dialéctica simbólico-imaginaria. En fin, una verdadera troupé de elementos teóricos variopintos que configuran la trama conceptual que sustenta nuestro modo de ver y hacer.
De entre todos ellos despunta uno con un brillo singular, el límite, referente capital, camaleónico y universal. Y nos estamos refiriendo al límite simbólico, aquel que introduce el llamado padre simbólico o padre de la ley, es decir, aquel que en su función la sostiene y la representa a la vez que está sujeto a ella. Ya sé que corren tiempos revueltos en los que se habla de su ocaso y se vaticinan paradigmas nuevos y rompedores, pero no es ahora el momento para entrar en esos jardines, sorry, así que seguiremos con lo nuestro.
El límite va a ser la estrella polar que guíe nuestros pasos, el borne que imante la brújula que nos orienta. Cada vez que se vulnera, un eco resonante nos reclama y nos pone en alerta. Hay que estar advertidos y bien despiertos para reconocer las distintas declinaciones de la transgresión, desde la más rotunda y frontal del desafío a la más escorada y torcida de la chirla, sabiendo que en su diversidad siempre hace trampa.
Es imprescindible comprender su condición de centro de gravedad permanente, con permiso de Battiato, núcleo gravitatorio de la subjetividad, y que en consecuencia, cuando se trampea, la nave se resiente y se escora, de la forma más flagrante y explícita a la más subliminal y silente, y ahí es cuando se pone en juego nuestro arte de la escucha, una escucha resonante y atenta a los tonos y semitonos del goce encubierto, no sólo para nosotros, sino también y principalmente para el extraviado sufridor de turno. Porque no nos olvidemos que el goce, por paradójico que resulte, se sufre y/o se hace sufrir, y por eso llaman a nuestra puerta.
Es el caso de R, un, iba a decir, muchacho, cuando debería decir un hombre rumbo a los 40. Un hombre-muchacho por no decir chaval que acude a mi consulta de la mano de M, su pareja-madre, que de alguna manera le ha obligado a venir a verme a ver si le encarrilo.
Extractando al máximo diré que R es alguien que anda muy descarrilado desde que nació, pues su madre iba más descarrilada todavía cuando lo engendró siendo una adolescente fruto de un episodio sexual alcohólico y anónimo. No hay padre pues, y por no haber, no hay ni madre, alguien muy perdida enganchada a las drogas y a relaciones muy tóxicas. Habrá, eso sí, unos abuelos que se harán cargo de él en un contexto muy precario y conflictivo. “Yo me críe en un barrio de gitanos…era la jungla”. En fin, por resumir diré que, por no darse, no se dio ni el narcisismo trófico. Sin embargo, como dije arriba, en la primera entrevista vino traído casi a la fuerza por su pareja-madre que hablaba por él porque él no hablaba. En el relato que me cuenta me percato de que ella, una mujer muy voluntariosa y entregada, se encarga de llevar todos los asuntos de la casa y de la relación. Es la voz cantante, contante y sonante. A los diez minutos de escucharla la hago salir y me quedo a solas con R. Silencio prolongado y unos ojos que me miran como desde el fondo de una madriguera. Me llega a la piel un temor y una desconfianza salvaje. Como un perro apaleado. Alguien totalmente a la defensiva.
– ¿Y tú tienes algo que decirme?
– … … … Es que yo no sé hablar bien…
– Bueno, pues háblame mal, o regular, como tú prefieras…
Y así empezó a hablar. Al rato hice pasar a la pareja. Comenté el plan de trabajo y le di la próxima cita que ella empezó a anotar en su móvil. Interrumpí su maniobra y le pregunté a R al respecto. “Es que ella es mi secretaria, mi agenda y mi todo”
Debí elevar la voz bastante porque me miraron boquiabiertos cuando exclamé:
– ¿Tu todo??? ¿Tu todo??? ¡Todo no es posible! ¡No posible!!! Noo! Noo!…
Por las mismas, a la hora de pagar ella saca la cartera, y tuve que señalar que esa dinámica que se llevaban entre los dos era una cuestión problemática muy importante que había que indagar, aclarar y cambiar. Y que como había que empezar por algún lado, en lo relativo al tratamiento quedaba taxativamente prohibido que en adelante ella se encargara de nada. Él tendría que responsabilizarse de acordarse de sus citas, de sacar el dinero para pagarme, de llamar ante cualquier contingencia, de que en lo posible viniera solo…
Un chute de límite en vena. Aceptaron. Se abrieron a intentar encarrilarse en el vínculo, a explorar la posibilidad de una nueva dinámica vincular.
Lleva viniendo un año sin faltar a ninguna sesión. Está siendo un trabajo duro y concienzudo. Las premisas de partida lo prefiguraban como un viaje bastante inviable, pero golpe a golpe y verso a verso vamos haciendo camino al hablar.
Dejaré de lado toda la trama familiar que ha jugado un papel protagónico en su relato para centrarme en la última sesión que nos servirá de texto en el que realizar una lectura brujular tal como nos propusimos al inicio. Transcribo:
“Estoy bien!…No sé qué contarte. Todo bien…
… … … … … … … He estado pensando en lo de las normas que hablamos la sesión pasada, y me doy cuenta que no las soporto. Ayer el dueño de la nave donde trabajo no me dejó instalar un toldo por mi cuenta…y es que no lo soporto. Me sientan súper mal.
Cuando trabajaba en la obra, que a mi me encanta, no soportaba que me dieran órdenes. Me cuesta, me cuesta. En mi primer trabajo en una ferretería me ahogaba entre cuatro paredes. Me ofrecieron hacerme fijo y lo dejé. Me asfixiaba. En la obra estás al aire libre. Cualquier norma, ¡siempre me sienta mal! Y es verdad, ¡no lo había visto!
Es de toda la vida. De pequeño eran las normas del colegio…y ahora las del Estado.
Hasta con M la lío. Cualquier persona que me manda algo la siento superior a mí. Y es como cuando estás callado…hasta que explotas.
– ¿Qué relación hay?
-… … …Miimposibilidad … ¡No sé controlarme! Ayer con M, la estaba llamando y ella estaba secándose el pelo con el secador y no me oía, y me puse a chillarle como un loco. En ese momento no pienso nada, sólo me llevan los nervios.
Como me apoyo mucho en ella a la mínima que no puedo le paso el cargo a ella o se pone ella misma a hacérmelo, “Trae, déjame a mi…”…”
Válganos este breve fragmento para pensar y rastrear las distintas maneras en que se juega el límite en el directo de la sesión.
Se presenta contento. Se siente bien y no tiene nada que contar.
Es una circunstancia relativamente frecuente el hecho de que algunos pacientes al encontrarse bien y no sentir razón para quejarse se encuentren con que no tienen nada de qué hablar. Sólo hay que tener paciencia y aguantar el tirón del silencio. Mejor callar que formular alguna pregunta que te saque del ‘engorroso impasse’. Si fuese ese el caso uno tendría que plantearse supervisar qué le pasa con el silencio que no puede sostenerlo y se ve abocado a rellenar el inquietante vacío con el tapón de la pregunta salvadora. Ahí hay problema con la falta.
El hecho es que tras sostener el prolongado silencio R se arranca con el tema de las normas que habíamos tratado la sesión anterior y que había sido especialmente intenso -“me asfixian”- y el retomarlo permitirá profundizar en asunto tan importante. De haber tirado de pregunta aliviante se habría abortado la ruta temática que venía sembrada de atrás y con frutos por advenir. Es éste un circuito inconsciente que tenemos que tener presente, porque una dimensión de ese saber que se genera es procesual. Ha tomado conciencia de que más allá de lo jodidas e injustas que son las normas, posición en la que estaba enrocado el día anterior por no decir toda la vida, hay algo personal que hace que se le hagan insoportables. “Me sientan súper mal”. Ese movimiento sutil es fundamental porque le permite empezar a poderse cuestionar qué le pasa a él con la norma. Es decir, a subjetivar la cuestión.
De ahí se va a su historia laboral y contrasta “el ahogo” que sufría atrapado entre cuatro paredes en contraposición de lo que le gustaba la obra donde se sentía “al aire libre”, siempre y cuando el capataz no le diera órdenes. Se muestra aquí la equivalencia asfixiante entre la coartación simbólica, la norma, y la física, las cuatro paredes carcelarias.
Tras ello se descubre en un continuum vital de sufrimiento y rebeldía con y contra las normas, desde el colegio hasta la vida adulta. Pero en esta revisión novedosa del tema termina reconociendo que esta rebeldía feroz contra la norma y la autoridad -figura que según es nombrada se inscribe novedosamente en el elenco conflictivo- le lleva a “liarla” con su pareja con reacciones injustas y desproporcionadas. Y ahí cae en la cuenta de su irascibilidad impulsiva y explosiva. “No sé controlarme” “En ese momento no pienso nada. Sólo se me llevan los nervios” Dando cuenta con precisión de que sus reguladores simbólicos no están operativos y funciona en régimen puramente pulsional, en un arrebato sin freno que le arrastra. Viñeta cristalina que nos ilustra palmariamente cómo la precariedad simbólica nos arroja a los pies de los caballos pulsionales. Es asín, como nos confirma dramáticamente todo el espectro de ruinas que comprende la que conocemos como clínica de la pulsión.
¿Y de dónde viene esa precariedad simbólica?
La respuesta está cantada: De la falla de la función paterna. La última escena, donde se constata la persistencia de la relación materno infantil con su pareja, nos reenvía a la sesión inicial en la que yo intenté barrar con contundencia tamaño huevo. Pero estas cosas, ya se sabe, para cambiar precisan de mucho tiempo.
Es interesante ver con perspectiva cómo, en la vida, no encontró a un padre que le pusiera en su sitio, pero, cómo, sí, encontró a esa madre que de niño no tuvo y a la que se agarra como una garrapata. Y en ese vínculo huevo encontró el cobijo donde refugiarse del mundanal ruido, que es como él vive al Otro, un Tercero amenazante y hostil del que no admite límite ni norma, lo que le aboca a una evitación constante del vínculo social y a una búsqueda de un paraíso natural en la soledad del campo y en la compañía de los animales, esos que no hablan, de los que sí se siente hermano y protector. Pero hay que dejar constancia de que, en ese simulacro tan cutre del Edén perdido, le ha hecho cada martes un hueco a mi presencia, y en bajando a la polis, en su cita a cita algo se ha ido pacificando y humanizando, y puedo dar fe de que, en el trajín de los días y los hechos, ha ido aprendiendo a “hablar bien” y a decirse en esa lengua misteriosa que se viste de palabra verdadera y que cura.
Terminamos. Así pues, queridos marineros, en mar o en tierra, a cualquiera que le haya llegado y leído este mensaje en la botella, le invito a que se siente a la sombra y se de la oportunidad de volver a leerlo despacio, rastreando entre sus líneas la presencia más o menos líquida del límite y sus piruetas y, desde ahí, las conexiones que articula. Poder identificar el hilo conductor que lo atraviesa será la prueba palpable de que la brújula va con vosotros. Y que así sea. Salud.
En Mamouna, 22 de Mayo de 2021

Hay un aspecto muy importante del que hay que dejar constancia. Hablando de la dialéctica del amo y el esclavo que se juega en los vínculos que hacen a la neurosis y que es nuestra labor despejar y elucidar, no hay marco más privilegiado para desempeñar esa tarea que el que se despliega en la llamada transferencia negativa. Es este un campo extremadamente delicado y a la vez fecundo, aunque por su condición de ‘material sensible’ puede tardar bastante en manifestarse, e incluso, brillar por su ausencia. Hay que sospechar del ‘buen paciente’ que se esmera en producir lo que supone que se espera de él, ya sean recuerdos recuperados, contenidos inteligentes, agudas articulaciones, desgarros emocionales o sueños con pedigrí. Todo eso está bien, pero no debemos acomodarnos cual si se tratara de un proceso-crucero en el que todo va viento en popa. En un análisis, antes o después, siempre hay tormentas y las olas, inevitablemente, nos salpican, cuando no nos empapan o amenazan naufragio. Hay que estar prevenidos y, manteniendo el timón con firmeza, permitir que se juegue la hostilidad latente de forma manifiesta. Acogerla desde una posición excéntrica para no entrar en rivalidades ni luchas de poder. Aquí el manejo lúcido de la dimensión contratransferencial es clave. En mi experiencia como supervisor he contrastado los frecuentes descarrilamientos que su desatino conlleva. Hay que tener presente que ‘eso’ que se juega con nosotros es una repetición enmascarada de ‘algo’ que va más allá de nosotros, y que en vez de engancharnos en el rifirrafe imaginario de turno debemos aprovechar la ocasión para, dando un paso al lado, intentar desvelarlo.
Por ejemplo, es el caso de A, una mujer que viene asistiendo a consulta desde hace tres meses y a la que en la sesión anterior la pasé a diván a raíz de referirme un sueño en el que me incluía. Y con el diván hemos topado mi querida tripulación, y creo que bien se merece que le dediquemos unas palabras.
En el pasado Congreso Nacional de Gestalt en Málaga al que fui invitado a participar con una ponencia, tuve la ocasión de presenciar una mesa en la que debatían diversos profesionales de distintas corrientes terapéuticas, y cuál fue mi sorpresa cuando el representante del llamado “Psicoanálisis Relacional” nos vino a decir que el legendario diván freudiano había caído completamente en desuso y, cual herramienta obsoleta, casi borrado del mapa. Me chocó aquella aseveración por lo que destilaba. No profeso ninguna devoción por las ortodoxias ni considero al diván como un totem sagrado. Creo que la escucha analítica se juega en diversidad de encuadres posibles más allá de su silueta canónica, -desde el cara a cara al psicodrama grupal-, pero no por ello lo pienso como un trasnochado avatar decimonónico que el progreso haya dejado atrás. Creo por el contrario que es un elemento del dispositivo analítico con funciones específicas e indicaciones precisas que lo convierten en un haber valioso y completamente vigente. La declaración del colega ‘relacional’ es una más de una larga lista de medidas llevadas a cabo por una serie de corrientes que se dicen psicoanalíticas y que en su afán de progreso y modernización le amputan su esencia y le roman su filo.
Más allá de la ventaja confesada por Freud de sentirse más relajado en su actividad diaria al poder sustraerse de la atención contínua de sus pacientes y que podría constituir una suerte de ‘beneficio secundario’ para el analista, esa sustracción del analista del campo visual del analizante tiene unas razones y unos efectos de mayor envergadura. Cuando Freud habla de las pulsiones describe varios tipos, oral, anal, genital…a las que Lacan añadirá la relativa a la voz o pulsión invocante, y la relativa a la mirada o pulsión escópica. Esta pulsión escópica va a ser el sostén primordial en el encuentro con la madre. Cuando toma pecho, el baby no sólo toma leche, también toma mirada, y es en esa mirada íntima e intensa, silenciosa y preverbal, donde se fraguan las raíces más profundas del vínculo. Pasar al paciente al diván es privarle de ese canal visual que es la matriz del vínculo, es arrancarle de cuajo ese privilegio sin igual que es ver y ser visto por el Otro, es dejarle a ciegas y sin espejo en el que reconocerse y sentirse reconocido, arrojarlo de golpe a la oscuridad y a la soledad. Una putada salvaje y sin vuelta atrás. Así que tengámoslo en cuenta, cuando invitamos educadamente al paciente a tumbarse en el diván, bajo esa sencilla proposición técnica se esconde una verdadera maniobra de violencia estructural.
Pero siendo eso así de jodido, no lo hacemos por joder, claro. ¿Por qué lo hacemos pues? Por variadas razones, obviamente. Grosso modo señalaré dos. Freud dirá que al suspender el contacto visual con el analista se facilita la libre asociación, que es el objetivo de la regla fundamental, y la senda allanada que se le ofrece a la operatoria inconsciente. Lacan, por otra parte, va a proponer como una de las consignas de la dirección de la cura proscribir en el escenario de la sesión la satisfacción de la pulsión, es decir, dejarla en vilo, y eso va a generar una tensión productiva. En vez de permitir encontrar el objeto que calma y colma, sustraerlo, y suspendiendo el encuentro abocar a la falta, falta que desde su vacío empuja, pero procurando reconducir ese empuje por la ruta de la palabra. Por eso es que no permitiremos comer, fumar, mascar chicle o cualquier otro exutorio pulsional.
Y otro punto a comentar es ¿cuándo pasar a diván?
Aquí nos tropezamos de nuevo con que hay básicamente dos modelos. El estándar, modelo inicial freudiano y que ha salvaguardado la IPA, y el lacaniano. El primero estaría establecido como puro protocolo. Tras las llamadas entrevistas iniciales (4, 5, aprox) se hace la llamada ‘devolución’, se establecen las normas del encuadre y se pasa a diván. Con Lacan, la cosa cambia. La idea básica es entender el pasaje como un acto y en un momento preciso. ¿Cuándo? Pues cuando se da el llamado síntoma en transferencia. ¿Y eso qué es? Pues como su nombre indica aquel acontecimiento donde lo sintomal del paciente, es decir, algo de corte inconsciente, se juega en la transferencia. Como por ejemplo un sueño en el que aparece el analista, que es lo que sucedió en el caso de A y que ahora ya retomamos.
Así que llega a su segunda sesión en el diván y nada más tumbarse me suelta:
– ¡No me gusta nada esto! No te veo. No hay feed back. No te veo la cara ni tu expresión. ¡Puf! ¡Vaya rollo!
– ¿Qué te hace sentir?
– ¡Nada! No sé, cabreo, como una niña pequeña.
Y tirando de esa niña se extendió a contar diversas historias familiares que la enojaban bastante, al cabo de lo cual le pregunto qué relación encontraba con la situación actual conmigo, algo que descarta rotundamente, y sigue:
– Lo que me preocupa es quedarme dormida. Y me fastidia y veo absurdo pegarme el viaje (viene de lejos) y no poder interactuar, no poder comunicarme contigo porque no te veo.
– ¿Y tampoco te puedes comunicar cuando hablas por teléfono?
– Eso es distinto. Aquí, pudiendo verte no te veo, porque me lo impones. Llevo muy mal no tener voz ni voto, que me impongan algo porque sí. Antes no sabía decir que no, pero ahora sí. Necesito que me expliques por qué.
– Tú, ¿por qué crees?
– No sé, yo estoy aquí porque confío en ti. Supongo que será porque así fluye más el inconsciente…
Y a partir de ahí empezó a contarme que había estado con otros dos psicólogos hacía tiempo y se abrieron cuestiones hasta ese momento silenciadas que nos llevaron por sabrosos derroteros. Y esto venía para ilustrar la cuestión de la transferencia negativa y la importancia de que se haga manifiesta para poder operar con ella. Estuvo bien que expusiera su enfado por el paso a diván, porque en realidad, más allá del cambio que le supone en relación a lo visual, lo que estaba en juego era otra cosa, algo relativo al dominio y la imposición, ante lo que se rebelaba. Y el poder expresarlo y elucidarlo le permitió restablecer el vínculo y la transferencia de trabajo. Y es que pasar al diván es un movimiento que concita vivencias muy diferentes, pero es bastante frecuente registrarlo como un corte, una imposición o un castigo, es decir, un acto que se presta a encarnar una versión muy extendida y malentendida del límite en su cara fálica, que aflorará en el escenario transferencial de manera más sinuosa o más explícita y que permitirá de forma privilegiada rastrear, transitar y recodificar sus claroscuros.
Es el caso de Flori que, tras indicarle su nueva ubicación, primero queda perpleja y desorientada, para acabar obedeciendo visiblemente contrariada. A lo largo de esa sesión y la siguiente su cuello se tuerce forzadamente hasta tenerme a tiro de reojo. Simultáneamente irá desplegando en su relato algunos aspectos de la relación con su padre que tienen cierto carácter compulsivo. Le apunto que va a acabar con tortícolis, a lo que responde corrigiendo su posición mientras me dice:
– Se me va el cuerpo a mirarte
– Como en abrazar a tu padre
– Sí, desde que me has sentado aquí
Abriéndose en canal la veta de la transferencia paterna. Unas sesiones más tarde comentará:- Me doy cuenta de que le tengo alergia a los límites, yo que me creía sumisa. La verdad es que yo no sabía qué eran los límites. Cuando me pasaste al diván no entendía. ¿Qué he hecho mal? Y después me he ido dando cuenta de que el límite no tiene porqué ser castratorio, sino todo lo contrario. El hecho de aceptar mi sitio me tranquiliza y me hace descansar. Es como sentirme adulta, pues estar siempre enrabiándome es un síntoma de huevo, de infantilismo. (Aquí habría que aclarar que F antes de analizante había sido alumna mía) Creo que me estoy familiarizando con este concepto. Yo tenía la idea asociada de que el límite es algo negativo, y es falso, porque sólo cuando hay un límite bien puesto yo descanso. Y es que, si yo pongo un límite, también lo tengo que respetar, no como hacía mi padre, que imponía una cosa y después él se la saltaba. Reconocer el límite, el buen límite, es una pasada. Es una guía de la vida, porque está por todas partes. Para mí es importante comprenderlo, porque yo vengo de otro lado que funciona con consignas del tipo “No lo subas a la mente. Siéntelo”.
Y a propósito del buen límite y sus provechosas bondades os compartiré una joyita en la que refulge luminoso en su potencia benefactora. Es el caso de Elena, una psicóloga que supervisa conmigo y de la que ya hablé en páginas anteriores en relación a su rigidez normativa, que me cuenta venir de un taller con un terapeuta del que sabía que había tenido un affaire con una paciente y la desconfianza que ello le suscitaba. Eso le llevará a referirme que es conocido que varios de sus maestros han mantenido relaciones con sus pacientes y la confusión y la angustia que eso le ha generado siempre. Tras nuevos comentarios percibo que la sombra de la sospecha recae sobre mi y en esa tesitura decido intervenir. Después de contextualizarle el surgimiento de la Gestalt en la California de los 60 en plena revolución sexual y la irrupción del llamado ‘amor libre’ que Perls y tantos otros sostuvieron como bandera, le explico que este asunto, tras el declive del sueño hippy, o el New Age, generó mucha polémica, especialmente en lo relativo al tema de la abstinencia del terapeuta con sus pacientes que en su día había prescrito Freud. Tras un dilatado debate interno dentro del movimiento gestáltico, se impuso mayoritariamente una rectificación ideológica en nombre del código deóntologico.
También le señalo que el argumento contestatario que avalaba esas relaciones apelando a la libertad y a la responsabilidad de un encuentro entre adultos dejaba en evidencia la ignorancia supina que estos profesionales tenían sobre el fenómeno de la transferencia y sus flagrantes asimetrías y, por supuesto, de sus para nada inocuas consecuencias. Concluyo finalmente desmarcándome rotundamente de esas prácticas en nombre de mi ética clínica.
En la siguiente sesión comienza dándome las gracias por la claridad de mi pronunciamiento “porque para mí es muy importante tener un referente”. “Saber que nunca hayas mantenido relaciones sexuales con tus pacientes hace que para mi algo se ancle. No es algo que haya elaborado, pero algo se vuelve más estable y sólido. Y me facilita situarme en lo terapéutico, con mis pacientes, (no dice nada respecto a sus terapeutas) pero también en mi vida personal”.
Y me contará una anécdota reciente que le ha acontecido con un pariente de su padre al que le pidió el favor de que le hiciera unas gestiones relativas al empadronamiento “pues quería cambiarme el nombre. Mi padre me puso Elena, sin h, y quiero añadirle la h inicial, llamarme Helena”. Procede decir que detrás de ese nombre que eligió su padre para ella cuando nació, había una brumosa historia de una antigua novia. El caso es que refiere una escena con el tal pariente de su padre y el padre mismo con ocasión de una comida que compartieron los tres. Y dice que “empiezan un juego extraño, una especie de flirteo:
– No te he traído los papeles. Tendremos que quedar otro día los dos solos
– Dáselos a mi padre y que él me los envíe
– ¿No me quieres ver?
Y sigue como tirándome los trastos y mi padre siguiéndole la corriente. Yo me avergüenzo. Ellos son mayores y yo me siento muy chiquita. No me lo puedo creer, están jugando conmigo. Él es muy parecido a mi padre, es como un segundo padre. Me intimida, no entiendo nada, ¿qué está pasando? Tiempo después me llega un sobre con los papeles más una cartita en la que me dice: “Como no me quieres ver te los paso con tu padre”. No le había contestado ni para darle las gracias. Y esta mañana, antes de la supervisión y mientras pensaba en la última sesión, sin saber porqué, le he escrito dándole las gracias a la vez que he aprovechado y le he dicho que “me alegro de tener más contacto con la familia de mi padre” que es, con ese subrayado familiar, una forma sutil de ponerle y ponerme en mi sitio”.
A lo que yo le respondo: “¡Qué importante es esa h que incorporas a tu nombre!” Porque es en esa letra muda que no se oye pero que sí se ve, donde ella se juega la inscripción de un límite simbólico en su relación con ese padre tan fantasmáticamente edípico que la tenía atrapada en su propia rigidez y severidad reactiva por temor a su descontrol, como nos anunciaba en su primera sesión: ”Flexibilizarme me lleva al caos y cuadricularme me controla”. Y es mi pronunciamiento ético con mi renuncia expresa al goce incestuoso que la nublaba, la que le hace, transferencia mediante, un click simbólico que la resitua y la libera del control defensivo y sus cuadrículas, precisamente porque la unce y la ancla, poniéndola a resguardo de sus turbulencias fantasmáticas.
Y son testimonios de esta índole, en los que podemos observar la lógica estructural que articula los distintos elementos en juego, los que certifican la pertinencia de nuestro enfoque brujular y la importancia de la pedagogía del límite.

Hoy empezó el veroño, ese tramo del inicio otoñal con piel de verano donde el calor se resiste a ceder su plaza a un fresquito tan tímido que ni asoma a pedir la vez a la caída de los atardeceres menguantes. Hace un día precioso. Tiempo de transición, donde un artificio como es la fecha pretende ponerle el yugo a ese cambio climático que inexorablemente se nos empodera. Qué poco me gusta esa palabra, como tampoco serendipia o resiliencia. Está claro que me hago viejo, son palabras que no existían en mi juventud, que se importaron no hace tanto y que han llegado para quedarse aunque sea a codazos, como el propio calentamiento global que alimentamos a golpe de negacionismo y otras hogueras. Están quemando el Amazonas, el último pulmón verde de nuestro achacoso planeta Tierra. Este verano me leí El clamor de los bosques, un tocho con el que Richard Powers ganó el último premio Pulitzer, un grito desgarrado y prolijo sobre el holocausto verde que se nos viene encima. Anteayer compartí en las redes un vídeo alarmante sobre el estrago calculado y metódico que está llevando adelante con total impunidad el tal Bolsonaro. Sí, ya sé que ese señor tan impresentable como democráticamente elegido es sólo el títere ruidoso de otros señores más poderosos que lo teledirigen en la sombra. ¿Qué podemos hacer? O mejor, ¿acaso podemos hacer algo realmente? Está bien que la gente se movilice, que la sociedad se conciencie y denuncie, que alce la voz, la mano o el puño, que broten las ONGs, que surjan los partidos verdes, que una chiquilla, Greta, desde su perpleja determinación sea el último icono redentor que lidere la protesta…está bien, hay que intentarlo…pero enfrente crecen imperturbables los títeres siniestros que hacen panda con Bolsonaro, Trump, Putin …y no sigo, porque no quiero entrar en esa tropa de canallas premium que nos pillan más cercanos, e, insisto, son sólo los cabezas visibles de una bicha tentacular oculta que tiene en nómina una lista interminable de candidatos a suplentes. Acabo de terminar de leer El cártel, el segundo libro de la trilogía que Don Winslow dedica al Narco. Es brutal. Una obra maestra en clave de thriller furioso que trasciende el género y se convierte en el retrato más veraz y feroz del mundo que vivimos sin enterarnos. Demoledor. Te hace pensar y te rasga las cataratas invisibles que ciegan tus ojos. Ya sabemos que leemos la realidad a través de las gafas graduadas de los medios de comunicación. Mismamente el otro día leí una editorial del País reconviniendo al presidente López Obrador por convocar un referéndum en Méjico para que el pueblo se pronunciara sobre el posible encausamiento de los cinco anteriores mandatarios de la República, aleccionándole enfáticamente sobre que ésa era tarea de los jueces. Está claro que eso es lo que ordena la Constitución, entonces, lo que habría que preguntarse, digo yo, es ¿qué sentido tiene que el tipo lance tamaño y disparatado órdago? ¿realmente es sólo una maniobra electoralista? o ¿acaso es el intento decidido, a cara de perro, de hacer justicia en un país donde la justicia está podrida y corrupta hasta el tuétano del sistema?
Como el psicoanalista que soy, creo en la verdad inconfesable que encierra el síntoma y profeso más querencia por el enigma que por el spoiler, pero en esta ocasión y sin que sirva de precedente me atreveré a una ferviente recomendación: Háganse un favor y lean a Winslow. De nada.

Reseña sobre
Manual de Psicoanálisis para Terapeutas.
20 Lecciones Introductorias y una Brújula Translacaniana
de Javier Arenas
Celebro la aparición de este sustancioso manual donde Javier Arenas ha sintetizado sus estudios de psicoanálisis y su práctica clínica a lo largo de sus 34 años de profesión. Nos transmite la destilación de los cursos que ha impartido durante más de 25 años, primero en el programa de Psicoterapia Clínica Integrativa en el IPETG de Alicante dirigido por Juan José Albert -en paz esté- y luego en diversas ciudades, para terapeutas que mayormente han sido y son gestaltistas. Desde la primera vez que lo invité a venir a Barcelona en el 1998 hasta ahora, su precisión y su capacidad de síntesis, que ya eran muy notables, han seguido incrementándose. Ya entonces, me aportó una significativa profundización en mi práctica clínica.
Es un libro realizado desde la pasión por el estudio y la docencia junto con el arte de la escritura, siempre precisa, a veces poética, otras con giros coloquiales que le dan frescura y con un muy cuidado ritmo. Ello nos facilita adentrarnos y/o seguir profundizando en la teoría psicoanalítica translacaniana, tal como él se identifica.
Arenas nos lleva de la mano en la siempre difícil comprensión de la teoría y práctica psicoanalítica. Lo hace de forma minuciosa y con muchas referencias a casos clínicos que son de agradecer por lo esclarecedores que resultan. Transmite conceptos freudianos y lacanianos muy complejos, entreteniéndose en desentrallar confusiones importantes a las que denomina “El Bacalao”. Bruce Fink, un autor que nos recomienda leer y del cual se sirve como referente conductor en la travesía por la teoría y la clínica lacaniana que trabaja a fondo, es pasado por el cedazo de su análisis bacalaónico. Así mismo, presenta desarrollos teóricos de otros autores en los que se apoya para, una vez más, señalar confusiones y aportar una relectura ciertamente clarificadora.
A la vez que es muy buen libro para adentrarte al psicoanálisis, también es cierto que si eres neófito requerirás paciencia para ir aprehendiendo la nueva terminología; te recomiendo que sigas leyendo aunque no puedas comprenderlo todo a la primera, poco a poco vas a irte familiarizando y entendiendo.
El manual, en general, nos permite abrir la mirada y tener mejor acceso a propiciar la elaboración simbólica y no sólo imaginaria con el/la paciente. Madurar requiere “jaquear” los “enunciados identificatorios” (nuestras introyecciones primigenias) sobre los que hemos construido nuestra identidad (narcisista por ser imaginaria) y que calmaron ansiedades propias de la (des)fragmentación de esa edad temprana. Necesitamos cuestionar la relación con este “Otro” significativo (figuras parentales o substitutos) que representan a ese Otro imaginariamente completo. Ello no es posible sin el largo proceso hacia la integración de la castración simbólica, donde ni el otro es todo, ni nosotros tampoco. A veces estructuralmente eso no es posible, el límite no ha sido inscrito porque, entre otros avatares, la función paterna no se ejerció suficientemente o fue ejercida en demasía, desde la omnipotencia. Javier nos muestra el recorrido desde su perspectiva teórica y práctica para detectar la posición del paciente con respecto a dicho límite y para acompañarle a ir abriendo la grieta necesaria que le permitirá recorrer el camino de transformación desde el goce imaginario, nutrido de idealizaciones, a la responsabilización de su deseo. Camino que en palabras nuestras es acompañarle a abrir el vacío que nos permite nutrirnos con las interacciones concretas, desarrollar nuestros proyectos posibles, disfrutar y ser creativos. Precisamos asumir tanto las capacidades como los límites concretos, tanto los logros como las frustraciones, para estar menos zambullidos en el goce de la repetición y la desmesura mortífera imaginaria.
En relación al tema que nos ocupa en esta revista sobre la perspectiva de género, la teoría freudiana y también la lacaniana han sido desde hace tiempo muy cuestionadas. En ese sentido, en un apartado dentro del capítulo sobre la histeria, Javier habla sobre ello. Allí, mientras diferencia entre el pene y el falo, y entre el falocratismo y el falocentrismo, sigue incidiendo sobre la diferenciación entre los registros real, imaginario y simbólico, fundamentales para entender las estructuras clínicas y su abordaje.
Esta diferenciación y la necesidad de la inscripción psíquica del límite simbólico para el funcionamiento neurótico más saludable, a mi modo de entender, están en la base de la orientación brujular que nos ofrece, la cual va dibujando a lo largo de todo el manual.
Dicha larga (616 páginas) y nutritiva travesía despliega un recorrido presentado en dos partes, los conceptos fundamentales y la psicopatología -enmarcada desde la perspectiva de las estructuras clínicas- y concluye con una síntesis de este esquema conceptual referencial operativo (ECRO) titulado La Brújula en el que incluye elementos concretos que usa en su práctica clínica, que nos resulta asequible y bastante cercana a nuestro enfoque.
Gracias, Javier, por pedirme la reseña de éste manual. Con mis ganas de leerlo a fondo, tu libro ha viajado conmigo este verano. Sus semillas son fructíferas.
Cristina Nadal
Valldoreix, Octubre 2019


Hace 20 años que Nacho escribió este libro. Intentó publicarlo pero ninguna editorial se interesó por un tocho de 600 páginas, de título medio esotérico y autor desconocido. Lo colgó en la red y obtuvo una cierta difusión, especialmente allende los mares. Tras su muerte prematura en 2008 conseguí que lo editaran en papel pero sus 300 ejemplares se agotaron relativamente pronto. Hace tiempo finiquitó su dominio en internet y desde entonces es inencontrable, una referencia anhelada y extinta. Desde hoy en adelante cualquier interesado en esta obra singular y novedosa, a mi entender un aporte fundamental a la teoría psicoanalítica de los sueños, la tiene a su alcance a través de este portal. A quien se anime a embarcarse en tan apasionante aventura le deseo que la brújula le acompañe y que los vientos del deseo aviven sus velas. ¡Buena travesía!
Puedes descargarte el libro en PDF en el siguiente enlace. Pulsa aquí.
Comentarios recientes
Estoy leyendo el "Manual..." y me parece una maravilla. Es por ello... »